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Opinión | Tribuna

China se ha llevado fábricas enteras de Occidente

El presidente Donald Trump ha acusado directamente a China de haberle «robado» a su país «miles de fábricas» con sus puestos de trabajo

El presidente Donald Trump ha acusado directamente a China de haberle «robado» a su país «miles de fábricas» con sus puestos de trabajo.

Demagogia nacionalista aparte, es totalmente cierto que los chinos se han apropiado descaradamente de la tecnología ajena para mejor dedicarse al juego de la competencia, aprendido de Occidente.

Lo han hecho con absoluto desprecio de las reglas de la propiedad intelectual, recurriendo a la llamada «tecnología inversa», que consiste en tratar de descubrir los principios tecnológicos de un producto, analizando su funcionamiento para después recrearlo. ¿Para qué iban a pagar por la tecnología inventada por otros cuando el país cuenta con un ejército de científicos capaces de copiarla?

Y, sin embargo, como explica el analista y experto en ese país Michael Komesaroff en un nuevo informe (1), la tecnología que pueda haber robado China es sólo «la guinda en el pastel». El resto han sido adquisiciones legales. Cuando ese país comenzó la modernización de su base industrial, sólo producía un 4 por ciento del acero mundial, pero hoy su producción supera a la de todos los demás países juntos.

China empezó comprando a otros países hornos de fundición para después modernizarlos poco a poco a base de la tecnología que sus ingenieros iban desarrollando.

Así, cuando la siderúrgica alemana ThyssenKrupp decidió en 2001 cerrar una de sus fábricas por sus elevados costos laborales y medioambientales, no tardaron los chinos ni un mes en adquirirla para llevársela a casa. El grupo Shagang se hizo con la planta de Dortmund-Hörde por sólo 24 millones de dólares estadounidenses: menos que hubieran pagado si la hubiera comprado como simple chatarra.

Shagang envió a Alemania a un equipo de mil trabajadores, que tardaron un año en prepararla y empaquetarla para su traslado y posterior montaje en China. Otro sector en el que el país asiático se aprovechó legalmente de la tecnología occidental es el de las tierras raras.

La General Motors construyó en Anderson (Indiana) una planta de tierras raras, que había desarrollado gracias a las subvenciones del Pentágono, es decir con dinero de los contribuyentes, un poderoso imán.

Ese tipo de imán, capaz de mantener sus cualidades a altas temperaturas, tiene gran utilidad tanto en el sector civil - para los sensores metálicos- como en el militar: puede emplearse en las llamadas bombas inteligentes y los misiles teledirigidos.

La General Motors vendió la fábrica de Magnequench, que así se llamaba, en 1995 porque quería volver a dedicarse a su negocio tradicional. La compró el grupo Sextant, tras el que estaban, según se supo después, dos empresas de capital chino vinculadas al Gobierno de Pekín.

Los nuevos propietarios se comprometieron a mantener la fábrica en Anderson durante cinco años y la cerraron al día siguiente de que se cumpliese el plazo, tras lo cual se la llevaron a China, país que es hoy responsable del 95 por ciento de la producción mundial de tierras raras.

Pero los norteamericanos no han sido los únicos occidentales en vender legalmente a los chinos plantas enteras por ellos construidas.

Así, según cuenta también Komesaroff, la minera australiana Rio Tinto, invirtió 1.000 millones de dólares en desarrollar una nueva tecnología para la fusión directa del mineral de hierro, que patentó con el nombre de HIsmelt.

En esa tecnología, que presentaba indudables ventajas tanto comerciales como medioambientales frente a otras, se utilizó también dinero público, que sirvió para construir una planta pionera al sur de la ciudad australiana de Perth.

Cuando en 2008 se produjo la crisis financiera, la compañía abandono el desarrollo de HIsmelt y vendió la planta por una suma no revelada a una empresa china, que la desmontó para llevársela también a su país.

Aunque hoy muchos como Trump se rasguen las vestiduras por el comportamiento chino, no hay que olvidar que lo que hoy hace ese país, lo hizo también Estados Unidos hace más de un siglo, cuando sentó las bases de su dominación industrial. Los norteamericanos se apropiaron entonces del trabajo de otros para mejorarlo, igual que hace hoy China con la tecnología pirateada o comprada legalmente.

La conclusión a la que llega Komesaroff es que aunque a veces pueden ser útiles los remedios comerciales - en forma, por ejemplo, de aranceles-, lo mejor es que Occidente siga aprovechando sus ventajas comparativas y coopere con los productores chinos en beneficio de todos.

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