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Picassos sueltos

En el margen derecho del pie del retrato figuraba la siguiente leyenda: «Mío. Reconocido, Picasso»

Retrato de Picasso LEVANTE-EMV

Hace unos años un esmerado pintor de brocha gorda aprovechaba los domingos y festivos para coger los bártulos y salir a pintar algún pedazo de huerta, ciertos lugares del río, algunos parajes de la Albufera. También pintaba retratos, pero eso ya en familia y en su casa del barrio del Carmen. Nuestro hombre era también muy aficionado a pasearse la ciudad en sus raros momentos de asueto, y no desdeñaba en sus recorridos la visita a diversas galerías de arte, a fin de comprobar cómo andaba el arte al que también él se dedicaba en sus escasos ratos de ocio.

Una tarde de primavera se encontraba a gusto en uno de sus paseos cuando comenzó a lloviznar y se decidió a entrar en una galería que le venía de paso y cuyo nombre no recuerdo. Fue entrar y quedarse pasmado. En un lugar destacado del recinto figuraba un retrato que le sonaba de algo, así que se acercó, lo observó varias veces, se cambió las gafas para ver de cerca y casi le dio un infarto. En el margen derecho del pie del retrato figuraba la siguiente leyenda: «Mío. Reconocido, Picasso». Parece que tuvo que apoyarse en el caballete fingido donde reposaba semejante prenda para no caer redondo al suelo. Más aturdido que perplejo, nuestro hombre salió de la galería y se cobijó durante una hora en un café cercano acariciando la taza de un descafeinado que no llegó a tomar, si bien lo pagó al camarero antes de dejar el local.

Todavía sin saber muy bien qué hacer, volvió a la galería, a mirar con suma atención el cuadro que lo había traspuesto, fingió dar una mirada distraída al resto de la exposición, y en un instante para él atónito tuvo la valentía de acercarse a la señorita encargada, quitarse las gafas y decirle, casi en un susurro, que ese retrato destacado en la exposición era suyo. La señorita en cuestión, con una actitud entre desconfiada y temerosa, le dijo algo así como qué diablos quería decir, a lo que el pintor de brocha gorda respondió sin vacilar que el cuadro era suyo, que lo había pintado. La señorita se lo miró de arriba abajo, hizo un gesto de desprecio más que de incredulidad, volvió su mirada al cuadro, y vino a decir que eso era imposible, que si no había visto la firma, a lo que el buen hombre respondió que todo eso no le importaba lo más mínimo, que ese retrato era suyo y qué a ver cómo resolvían el asunto.

Una de las cosas que la señorita de la galería captó al instante es que no se encontraba ante un buscabullas, un perdulario ni un entrometido a la busca del tesoro, sino ante una persona escasamente significante que lo mismo, por uno de los azares de la vida, tenía acaso más razón que un santo (que San Pablo, por ejemplo) y se comportó con honradez. Le pidió a nuestro amigo un teléfono donde localizarle, y le aseguró que «mañana por la mañana» le llamaría sin excusa. Se ve que la señorita se movió, en efecto, y a la mañana siguiente se presentó en la vivienda que estaba pintando nuestro pintor, acompañada de un abogado y probablemente de un experto en arte, quién sabe.

El pintor dejó la brocha gorda en el suelo al verlos entrar, no hizo ademán alguno de desprenderse de su mono de trabajo, más lleno de pinturas que el Museo del Prado, y les explicó a los recién llegados que no tenía ninguna duda sobre lo que afirmaba, ya que el retrato en cuestión se lo hizo a su mujer, ya fallecida, pero que tenía una hija (paralítica, por cierto) que la recordaría en cuanto viera la pintura. Sin salir de su asombro, los visitantes, ya abandonada toda desconfianza y sumidos en la desorientación, acudieron a la vivienda de nuestro amigo en el Carmen esa tarde, provistos de diversos documentos y del retrato hasta ahora expuesto en la galería, no sin recibir antes la palabra de honor de nuestro amigo de que su hija no sabía todavía una palabra del asunto. El plan consistía en mostrar el retrato a la hija paralítica, y a ver qué decía. De modo que le muestran la pintura a la pobre muchacha, ella lo mira, y dice, sorprendida: «Pero si ésa es mi madre».

¿Y cómo se resolvió el engaño?, se preguntará el lector preguntón. Pues nada. El autor verdadero del Picasso fingido aseguró que ni quería para nada ese retrato, que lo único era si podían retirarlo de la galería como si fuera un reconocido Picasso. Y eso hicieron. Nuestro amigo siguió pintando paredes, y quién sabe si sus aficiones pictóricas de fin de semana han deparado en Nueva York, Londres o París algún que otro Picasso suelto.

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