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Contracultura y modernidad fin de siglo

Los 60: Cineclubismo

El periodista Abelardo Muñoz -autor del libro El baile de los malditos dedicado al cine independiente valenciano-, inicia una serie dedicada a la cultura valenciana del último tercio del siglo xx: el arranque de la modernidad teñido de altas dosis de contracultura y, en los años 60, 70 y 80, marcados por la lucha antifranquista, las nuevas formas de vida juvenil y el nacimiento del nacionalismo identitario.

Los 60: Cineclubismo

Un tipo joven con zamarra de ante en bandolera, barbas castristas y mirada aviesa camina por la calle de la Paz a finales de los años sesenta del siglo pasado. Es empleado de banca pero tiene aspiraciones a escritor de cine. En esas fechas en las que ni siquiera ha estallado el mayo del 68, a ese chaval llamado Antonio Llorens pueden enchironarlo tan solo por la pinta que lleva. De hecho es tiempo en que a los detenidos melenudos los rapan sin contemplaciones. Pero Antonio no va de eso. Es más un mitómano porque en 1962 ha muerto Marilyn y un año después asesinarán a Kennedy, the dream is over para los americanos, pero en España todavía continúa la pesadilla.

Todo está prohibido. La única manera de escapar a la vigilancia del gran hermano franquista se esconde en la cultura, o mejor, la contracultura, y dentro de ella un deporte de intelectuales, el cineclubismo. Son tiempos revueltos, al principio de la década, en 1962 se publica Nosaltres els valencians, de Joan Fuster, y al año siguiente Edigsa edita el disco Al vent, de Raimon.

Pero hay algo que marca de manera clave el acontecer cultural valenciano: en 1964, un grupo de intelectuales, empleados bancarios y marxistas encubiertos, sacan a la luz una revista que iba a durar lo suyo: la Cartelera Turia, sus mentores son Enrique Pastor, Pepe Aibar, Manuel Mantilla y José Guardiola con el impulso del editor Miguel Zamit, grupo al que relativamente pronto se irán sumando José Vanaclocha, Juan Miguel Company y Rodolf Sirera, y más tarde los hermanos Vergara y Casimiro Gandía. La influencia de la publicación entre el mundo antifranquista y moderno es inmediata. Como Triunfo a nivel nacional, la Turia comienza a introducir chorros de cultura europea e información en sus lectores. La nouvelle vague, el free cinema, el cine de Pasolini..., comienzan a formar parte de las conversaciones de los valencianos.

Es una tendencia que tendrá su culminación tras el mayo del 68. Cultura y oposición política van unidas de la mano. Ya en el año 1969 el cineclub de la Asociación de Vecinos de la Malvarrosa, bastión proletario, proyectaba todos los sábados una película con su presentación y coloquio. Dionisio Vacas, dirigente vecinal y miembro del perseguido PCE, presente entre el público, aprovechaba para lanzar su mitin. Aquel fue un cine club laico en comparación con otros que llevaban los curas progresistas, como el Magister, en la Iglesia de Monteolivete. Las asociaciones de vecinos querían hacer cine pero no tenían proyectores; eran especialmente vigiladas por el Gobierno Civil. Tenían que pedir permiso para cada película. La policía sabía que había mucho revolucionario metido en el ajo pero no podía hacer nada.

El cineclubismo valenciano fue una manera de disidencia política contra la dictadura. Aprovechando los resquicios que permitía el franquismo en su última fase, un grupo cinéfilos, de militantes demócratas, aliados con curas progresistas, crearon una xarxa de cines en barrios, colegios, iglesias y asociaciones que nutrieron con sus proyecciones y debates las ansias de cambio político.

Vicente Vergara, periodista y director de la Cartelera Turia, era un cineclubista de primera generación en su juventud. «Los cineclubs siempre prometían buenas películas. El régimen los permitía porque iban a circuitos reducidos. Allí conocías a mucha gente con inquietudes políticas. Para la oposición democrática había una consigna: aprovechar todas las plataformas legales existentes. Igual que los sindicatos clandestinos de CCOO aprovecharon el sindicato vertical para, dentro, darle la vuelta, nosotros organizábamos debates para agitar al personal».

Los jóvenes cinéfilos y revolucionarios no se estaban quietos. Y no solo en la ciudad, donde en los primeros setenta se produce una eclosión de cine clubs, sino en las comarcas. Nacionalistas del PS y otros grupos democráticos, crean cineclubs en Llíria, Buñol, Yátova, Chulilla... Paco Tortosa, actual guía de viajes, impulsó uno en Sedaví donde proyecta€ ¡cine húngaro!

En el cine club de la facultad de Ciencias, actual sede del Rectorado, se proyectaban todos los sábados películas a las siete. Lo llevaban los legendarios hermanos Sebastián, que luego hicieron carrera en el negocio de cine comercial de calidad (crearon las salas Acteón, Xerea, hoy desaparecidas, y los cines Aragón y El Osito). En 16 mm y a veces en súper 8. «Eran películas prohibidas. Bastante infames, deterioradas; pero ibas a verlas tan contento».

Y la infiltración no cesa. Se crea la coordinadora de cine clubs. De manera que a principios de los setenta el auge de estos cines se puede ver en la programación semanal de la Cartelera Turia. Las sesiones del Suizo: Cine Glauber Rocha, Dios o diablo en la terra du sol. Año 1966 en el Suizo. Terrorismo intelectual. Veías la cabeza redonda del crítico marxista y cahieriano Pepe Vanaclocha, pope de la cartelera progre, y te ponías a temblar.

En 1970, en Valencia funcionan el Cine club Ateneo, CEM de Sipe, Ciencias, C.M. Pío XII, Dominicos, Don Bosco, Imagen, Magister... entre otros. Las películas van desde Roma cittá aperta en el radical Malvarrosa, hasta películas de Jerry Lewis y los Hermanos Marx en el Imagen del Colegio de Farmacéuticos. Eran una auténtica válvula de escape para la inquieta juventud valenciana.

Vergara lo recuerda: «Como militantes clandestinos íbamos entre el público tres o cuatro para hacer preguntas en los coloquios y elevar el nivel de la discusión. Se le sacaba punta hasta a un western. Por ejemplo, Los profesionales, de Brooks. Se pasaba por hablar de la estética, de Lee Marvin y Claudia Cardinale, a meter en el ajo el contexto de la película: la revolución mexicana de Zapata€».

Antonio Llorens, crítico cinematográfico, abunda: «En aquellas sesiones de cine se establecía la continuidad de un discurso subversivo porque habían cuatro o cinco sesiones semanales en la ciudad, también en pueblos. Ibas convirtiendo las reuniones de cinéfilos en mítines políticos. Cuando llegó Queimada, de Pontecorvo. No te digo nada. Colonialismo, revolución€ Nosotros saldremos de esta, nos decíamos, adelante, a seguir luchando hasta acabar con la dictadura».

A mitad de los años setenta, el movimiento está consolidado y los cineclubers juegan con la policía y la censura como el gato y el ratón. Los demócratas desalojan del Ateneo Marítimo de Valencia a un concejal franquista, Pascual Lainosa, y forman una junta de reformistas. Cuando el PC aún no está legalizado, se crea la asociación PCPV en la calle Escalante. Allí se hace cine todas las semanas, y se juega con la ironía, porque el acrónimo legal es Promociones Culturales del País Valenciano, y quienes lo impulsan son miembros del Partit Comunista del PV (PCPV). Son bromas de la Transición.

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