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Lectores de verano

El verano es la estación de los buenos propósitos, de los propósitos píos. Un célebre poeta francés acuñó la expresión de que el verano es la estación violenta, pero esa temperatura salvaje sólo se puede aplicar a la violenta juventud: los adultos debemos conformarnos, en el mejor de los casos, con fiebres sin temperatura. Ahora bien, el verano nos incita a hacer planes heroicos.

Durante las vacaciones nadaré cincuenta piscinas por la mañana y correré siete kilómetros por la tarde, cuando no haga demasiado calor. Durante las vacaciones, desconectaré el móvil la mayor parte del día, y prometo no navegar por Internet ni contestar whatsapps. Durante las vacaciones, juro que pescaré truchas con mi suegro, y contendré las ganas de estrangularlo y hacer desaparecer su cadáver en el río, cuando me cuente por centésima vez el secreto para pescar truchas en el río todos los veranos. Durante las vacaciones, me pondré a dieta: nada de helados, nada de cerveza fría después de correr, nada de copazos nocturnos con los amigos a la orilla del mar. Y, sobre todo, durante las vacaciones, leeré todos esos libros que no he podido leer durante el invierno, durante todos los inviernos de mi vida: todo Joyce, o todo Proust, o todo Balzac. Este verano será mi estación heroica (nos decimos todos los héroes veraniegos, un año sí y otro año también).

Los lectores de verano, por lo general, no son lectores, sino sólo lectores de verano, esporádicos, intermitentes, penitenciales. Que conste en acta que no tengo nada en contra de este espécimen dentro de la fauna lectora: mejor ser lector de verano que no serlo nunca. Los purismos y los puristas me aburren más que las trilogías nórdicas sobre asesinos en serie. Que cada cual lea o deje de leer como considere más conveniente. Pero el asunto es que ningún lector como mandan los cánones haría diferencias entre lecturas de invierno y de verano, entre actividad lectora habitual y actividad excepcional. (A no ser que consideremos como lecturas de verano todos esos libros que nos mandan durante el invierno y que no queremos leer, y a cuyos autores les decimos que los leeremos en agosto, cuando tengamos tiempo, confiados en que nuestra deuda lectora se perderá en el infinito mar de las deudas generales.)

Lo cierto es que me gustan los lectores de verano, y los admiro con ternura, en la distancia. Los veo llegar a la piscina, con su mamotreto de dos mil páginas, y devorarlo como si entre sus capítulos estuviera el secreto de la felicidad permanente. Los espío en la playa, a la sombra de su tercera entrega del novelón erótico de turno, tomando apuntes para las celebraciones domésticas. Los observo en la terraza del café, a media tarde, ensimismados en el séptimo tomo de las aventuras amorosas de un antihéroe noruego, oscuro y plomizo como las aguas de esas playas metafísicas que aparecen en las películas de Bergman y compañía.

Tiene que haber de todo en este mundo. Amo la variedad. Un amigo, lector compulsivo, me dijo el otro día que el verano consistía en no leer; es decir, en leer el Marca cada mañana en un bar de Rota.

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