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El calcetín como filosofía

La gente me regala calcetines. Nunca he sabido por qué, pero me los regala. Para mi santo, para mi cumpleaños, para Reyes. En las fechas señaladas y sin señalamiento de fechas. A menudo, mi mujer llega de la calle y me dice: Mira, cariño, te he comprado unos cuantos pares de calcetines. O una tía lejana me llama por teléfono, para venir a verme, y se presenta también con dos o tres pares de obsequio. Podría pasarme el resto de mi vida sin comprarlos nunca más. He tenido que hacer una distribución especial en los cajones de la ropa para que me quepan. Los guardo además en los altillos del armario, metidos en cajas de cartón. De verano, de invierno, de deporte, de montañismo, cortos, largos, de hilo, de lana: tengo un museo privado del calcetín. La Historia reciente de España, a través de la industria textil, se podría analizar observando mis colecciones. Los amigos que vienen a comer, suelen irse de casa con algunos pares, que nunca vienen mal.

No creo que exista ninguna conjura de mis familiares y conocidos para regalarme calcetines. Supongo, más bien, que todos estamos destinados a convertirnos en receptores de determinado género de regalos. La vida consiste en una suerte de especialización permanente. Nos especializamos en alegrías y desgracias concretas, en amigos y enemigos específicos, en problemas y soluciones particulares. Seguro que hay individuos a quienes los demás regalan colonias, o libros de biblioteconomía, o sandalias de verano, o botellas de vino. Debe de tratarse del magnetismo objetual que irradia nuestra persona: imantamos el mundo alrededor con nuestra presencia, y quienes nos conocen se ven obligados a regalarnos ciertas cosas (o a no regalarnos ninguna, en los casos en que el magnetismo tiende a cero, algo que puede producirse también, porque las leyes por las que se rige el magnetismo son caprichosas).

He terminado por aceptar que mi destino como ser obsequiable y obsequiado está unido a los calcetines. Me parece que han terminado por configurar mi manera de juzgar los hechos. Los hechos en general: los pasados, los presentes, los que conozco por haberme ocurrido a mí, y los que conozco de oídas. Vamos: una visión del mundo, en términos filosóficos. Una visión del mundo con apego a la tierra, a ras de suelo, como corresponde a un calcetín que cumpla con su función. Una visión del mundo más pendiente de lo que solemos conocer como realidad (sea eso lo que sea) que de los sueños, las quimeras y los deseos irreales.

Soy un calcetinita convencido. El pie, ya se sabe, tiene su mística, sin necesidad de adentrarnos en los procelosos mares del fetichismo. En el arte, las piezas pequeñas, los detalles de apariencia nimia, los engranajes minúsculos, resultan capitales. A la hora de escribir, lo que nos deslumbra, a veces, es una palabra bien encajada. Los calcetines, en el universo de la vestimenta, equivalen al aforismo en el ámbito del pensamiento: una brevedad amable.

Ahora bien, todas las exclusividades cansan. No me importaría recibir de vez en cuando, como regalos, cestas de Navidad bien surtidas, o plumas de marca. O jamones, sobre todo jamones. Con jamón se filosofa más hondo.

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