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Un tonto con una tiza

Un tonto con una tiza

Cuando Chester Himes quiso poner a una de sus novelas, triplemente negras, un título que fuera arquetipo de peligro e inquietud, se le ocurrió inmediatamente Un ciego con una pistola. Se puede ser ciego, o sea invidente, o estar ciego por efecto del alcohol, las drogas o el fanatismo terminal. Si un ciego con una pistola es el paradigma del peligro, un tonto con una tiza lo es de la felicidad bobalicona producto de la tontería, siendo tontería la versión casera, familiar y de baja intensidad, de la estupidez. El tonto llega incluso a ser simpático, como víctima sin culpa de un defecto congénito; por eso el refranero es piadoso con él y le asigna el disfrute de una falsa realidad placentera. En el habla popular a un tonto se le llama «un bendito»: vive en una inopia bondadosa y desconoce así la maldad y la vileza. Cuestión muy distinta, y digna de la pluma de un filósofo, es hasta qué punto puede la tontería ser inofensiva, dada la infinita capacidad catastrófica que le es consustancial. Pero para el refranero la tontería es un estado de irresponsabilidad y gozo, y así se dice que alguien disfruta «más que un tonto con una tiza».

¿Por qué con una tiza? Porque el tonto, desinhibido en su paraíso artificial, da rienda suelta sin rebozo a una de las pulsiones más universales de los niños listos y de los adultos necios: embadurnar y pintarrajear. Aplaudamos la tendencia innata de los niños a descubrir el color y el dibujo, que es en ellos un deseo instintivo de conocimiento del mundo. En cuanto a los adultos, sería muy aventurado decir qué hay tras el afán de pintarrajear, pero cabe suponer que está asociado al deseo de ser alguien y dejar huella. Algo así como el patético orgullo de Don Juan Tenorio al jactarse de haber dejado, en cabañas, palacios y claustros, memoria amarga de sí. El que embadurna y pintarrajea también la deja; memoria siempre tonta y a veces amarga, cuando la hipertrofia de la tontería ha evolucionado hasta el cambio cualitativo que depende de la entidad y el valor de la cosa contra la que atenta el pintarrajo.

En 1527 el ejército de Carlos I de España y V de Alemania saqueó Roma. Entre otras atrocidades y aberraciones algunos soldados luteranos del muy católico emperador cometieron la amarga tontería de entretenerse grabando a punta de tizón y cuchillo frases y dibujos insultantes y obscenos en la parte baja de los frescos que Rafael había pintado de las estancias del Vaticano. En nuestro tiempo, el puñal del vándalo se ha convertido en el espray del que embadurna monumentos, paredes y puertas metálicas con los llamados graffiti urbanos. Y lo mismo que hay tontos que opinan que los de 1527 deben venerarse como documento histórico, hay otros más tontos o más pillos que creen o dicen creer que los actuales graffiti son arte tan «alternativo» como los camelos llamados intervenciones, apropiaciones e instalaciones. En ese ámbito conviven los falsarios con la malicia de los marchantes que intentan sacar tajada de la vaciedad y la confusión de nuestro tiempo, y la angustia de los museos y las galerías que sienten horror al vacío y no se resignan a echar el cierre. Sin pensamiento ni valores no brota el arte; en su lugar rara vez surge hoy algo que no sea una superchería, un descubrimiento del Mediterráneo o el refrito y plagio de las gamberradas dadaístas de hace un siglo.

Los graffiti del Vaticano son un documento, pero sólo de la ignorancia y la barbarie. No los necesitamos para saber cómo pensaban los luteranos de aquel entonces. En ellos, la tiza del tonto se convirtió en el arma del vándalo, y vándalos nunca faltan ni faltarán. No faltan hoy, con su aerosol en ristre.

Sobre el origen y la función de esos graffiti hay distintas teorías. Unos los creen el equivalente humano de los meados con los que los gatos callejeros marcan su espacio; en este caso, serían los mojones del territorio de bandas y pandillas. Me parece poco probable: no veo relación con la nobleza mayestática del mear de los gatos. Otros los consideran una forma de chantaje, ya que es mejor contratar a un pintamonas para que decore con girasoles y arcoiris una puerta o una fachada, que verlas convertidas en una pesadilla que hay que borrar o repintar. Porque el pintamonas callejero ahuyenta al grafitero: como dice un proverbio italiano, «cane non mangia cane». Finalmente, los ultratontos consideran los graffiti urbanos la expresión de la espiritualidad del pueblo marginado, de modo que sus autores vienen a ser unos ocupas estéticos, con el derecho de tomar posesión de la propiedad privada, desfigurarla y degradarla. Así le confieren al centro histórico de muchas ciudades (por ejemplo, Valencia) un exquisito ambiente de suburbio y pocilga.

Se diría que en nuestra ciudad no existen, o no en grado suficiente, los «protocolos» para impedir determinadas conductas que son una molestia para muchos y una vergüenza para todos. La principal de ellas es el ruido. El ruido de las motos y el de los gamberros y borrachuzos nocturnos. Cuando oigo hablar de «turismofobia» no puedo evitar ponerme del lado de esos vengadores que a su manera, pinchando ruedas de bicicletas y autobuses, le están diciendo a la policía que no cumple con su obligación. Me parecen una versión modesta de Robin Hood, del Juez Dredd o Batman: a través de ellos la gente intenta conseguir la justicia que la desidia institucional les niega.

Si falta un protocolo para evitar el ruido, parece faltar otro para detener y multar a los mamarrachistas, además de obligarlos a restituir la limpieza y armonía estética, tal como la encontraron, en los edificios públicos y privados donde fueron a depositar, con nocturnidad, premeditación y voluntad de destrucción y chantaje, su excremento seudoartístico.

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