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Joan Vinyoli y Juan Luis Panero jugando a aplazar la muerte

Vinyoli y el mayor de los Panero se veían en Barcelona, de modo civilizado, tomando whisky, uno hablaba en catalán y el otro le respondía en castellano

Joan Vinyoli y Juan Luis Panero jugando a aplazar la muerte

Todas las parejas son extrañas. Todas las parejas son la extraña pareja. Las más extrañas de todas son las que formamos nosotros de forma aleatoria en nuestra conciencia, por no sabemos muy bien qué analogías. Pero el caso es que se quedan adheridas a nuestra memoria y somos incapaces de separarlas. A mí me ocurre eso, por ejemplo, con el caso de Joan Vinyoli y Juan Luis Panero.

En este emparejamiento hay razones objetivas, claro está, lazos que unieron a los dos poetas, aunque fuese de forma superficial, en el espacio y en el tiempo. Juan Luis Panero (9 de septiembre de 1942-Torroella de Montgrí, 2013) escogió como título para la reunión de su poesía completa hasta 1984 un verso de Vinyoli: jocs per ajornar la mort, el final de su poema «Mar brut», del libro Cercles.

Aquel libro, Juegos para aplazar la muerte, que publicó la editorial Renacimiento, de Abelardo Linares (y que habían rechazado varios editores), supuso para bastantes poetas de mi generación (la de los 80, la de la llamada Poesía de la Experiencia), un descubrimiento capital.

Juan Luis Panero era por entonces un poeta casi secreto, cuya estética y manera de entender la poesía no casaban del todo con los poetas que contaban con más adeptos: los Novísimos. Juan Luis no era un culturalista desbordado, ni un escritor que persiguiese cultivar el verbalismo y sus destellos, ni un perseguidor de paraísos exóticos más o menos venecianos, como sí que lo fueron en parte, al comienzo de su obra, bastantes poetas de su generación, la del 70. Ni él se reconoció en aquellos poetas, ni aquellos poetas lo reconocieron a él. Alguno de los amigos de Juan Luis, como Luis Antonio de Villena, siempre ha sostenido que aquel rechazo poético fue una de las razones que le hizo marcharse de España, a Colombia y México, para apartarse de un clima literario poco favorable. El Panero que sí encajó en el rompecabezas novísimo fue su hermano menor, el pequeño de los tres hijos del también poeta Leopoldo Panero: Leopoldo María Panero.

Aunque Juan Luis también fue un mitómano completo, su poesía era más sobria que la novísima, profundamente confesional, de un desgarro muy bien medido, y en ella vimos a un hermano mayor, a un maestro cercano, bastantes poetas de la Experiencia.

Conocí a Juan Luis en casa de Abelardo Linares, en Sevilla, en la Feria de Abril de 1985. Habíamos ido a los toros, Felipe Benítez Reyes, su hermano, el excelente pintor Manuel Benítez Reyes y yo, y a la salida de la Maestranza nos reunimos con Paco Brines y Juan Luis Panero, que estaban invitados en casa de Abelardo Linares. Desde entonces nos tratamos bastante por carta y por teléfono, y coincidimos en muchas ocasiones, por distintas ciudades de España.

En cierta ocasión, Juan Luis me contó la primera visita que le hizo al poeta Joan Vinyoli (Barcelona, 3 de julio de 1914- 30 de noviembre de 1984). Panero hacía tiempo que vivía en el Ampurdán, en Torroella de Montgrí, y había traducido al español unos cuantos poemas de Vinyoli, entre ellos el célebre «Norfeu». Según parece, lo visitó en su casa de Barcelona. Juan Luis hacía hincapié en lo civilizado del encuentro: los dos bebieron whisky, mientras Vinyoli hablaba en catalán y Juan Luis en español. Imagino a Juan Luis pasando pronto del interés por la poesía de Vinyoli, al principal asunto de su interés: Juan Luis Panero. Nunca fue Juan Luis, por decirlo de algún modo, una persona de trato fácil.

Joan Vinyoli era por entonces, a finales de los setenta y comienzos de los ochenta, un poeta leído y celebrado en Cataluña por muy pocos. Hoy, por fortuna, representa una de las más reconocidas cumbres literarias de la poesía catalana del siglo xx, e incluso el año 2014 fue declarado por la Generalitat «Any Vinyoli».

No es raro que a Juan Luis Panero le atrajese la poesía de Vinyoli, sobre todo del Vinyoli más realista, más directo, ese poeta que celebra los instantes vitales de intensidad, bebiendo vermut en compañía de buenos amigos y comiendo mejillones en la playa de Begur, uno de los santuarios privados del autor. O del Vinyoli cantor de un erotismo bronco, con ese punto de obscenidad doméstica que a menudo le empuja.

Más que de etapas de Joan Vinyoli, como suelen hacer algunos críticos -el simbolista, el realista, el metafísico-, me gusta hablar de las distintas voces de Vinyoli, que convivieron en él a lo largo de toda su obra. El simbolismo de raíz rilkeana lo podemos encontrar en muchos poemas de todas las épocas. La vocación de inmediatez descriptiva y de análisis de la realidad existe siempre, de un modo u otro, en sus poemas. La voluntad de trascendencia, de espiritualidad meditativa, no lo abandonaron jamás.

Vinyoli es, junto con Salvador Espriu y con Vicent Andrés Estellés, el mayor poeta catalán del siglo xx, al menos para mí. Estoy seguro de que a Juan Luis Panero le habría gustado haber podido llegar a conocer la antología de poemas de Joan Vinyoli que tradujimos Enric Sòria y yo en 2010, para la editorial valenciana Pre-Textos, después de haber estado durante más de diez años dando vueltas a las versiones. Lo titulamos Y que el silencio queme por los muertos. Al menos que queme, que arda, por esos dos muertos tan civilizados, Joan Vinyoli y Juan Luis Panero, hartándose de beber whisky y conversando en armonía quién sabe de qué, uno en catalán y otro en español.

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