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Averroes. Todas las almas, un entendimiento

Averroes. Todas las almas, un entendimiento

La gran pasión de Averroes fue la especulación filosófica, aunque tuvo que ganarse la vida como jurista. Se movía en ella con entera libertad, lo que le granjeó poderosos enemigos. Perseguido públicamente al final de su vida, víctima del fanatismo de ulemas y alfaquíes, sufrió condena y destierro y sus obras fueron anatemizadas. Desconocemos de qué fue acusado; se ha mencionado su devoción por el helenismo y el consiguiente abandono de la religión. Se le acusó de afirmar que Venus era un dios, de mofarse de una profecía que anunciaba un cataclismo, de la falta de cortesía con el soberano (al que llamó rey de los bereberes y no monarca universal), de su amistad con el hermano del sultán. Pero también tuvo enemigos entre los hombres de ciencia. Averroes combatió las inclinaciones neoplatónicas de Avicena y su rivalidad fue legendaria, dando lugar a la historia rocambolesca de un posible encuentro que nunca llegó a ocurrir.

En su orientación filosófica, Averroes sigue la senda marcada por Ibn Bayyah, Avempace. Este último, aragonés de la frontera norte, nacido en la Taifa de Saraqusta, hijo de una humilde familia de plateros, llegará a visir del gobernador almorávide. Destaca en la música y en la botánica, y por ser un aristotélico empedernido. Hombre de temperamento, ensalzado y vituperado a partes iguales, dejó la mayor parte de sus obras inconclusas. El avance de las tropas de Alfonso I el Batallador le obliga a emigrar a Xàtiva, Almería y Orán. Muere en Fez, se especula que a causa de una berenjena envenenada. Avempace es probablemente el primer gran filósofo de Al-Ándalus, tiene el reconocimiento de Maimónides y Abentofail y su influencia llegará hasta Alberto Magno y Tomás de Aquino. Como ocurrirá más tarde en el Renacimiento, su inquietud humanística lo llevará a iniciarse en la poesía, la medicina, la astronomía y las matemáticas, aunque el meollo de su actividad será la falsafa, que es como los árabes llaman a la filosofía de origen griego. Azote de los místicos, sostuvo que había sustancias desprovistas de relación con la materia que el intelecto podía detectar. Defendió la posibilidad de una iluminación intelectual y la existencia de un lazo permitía al alma unirse con el intelecto agente, aquí abajo, en este mundo, alcanzando así la perfección. El supuesto es simple: hay una parte de la mente que es divina y ella debe ser el nexo, el cordón umbilical, de la unión suprema. Entonces la persona individual ya no cuenta, pues el intelecto constituye una unidad de la cual los individuos participan. Estas ideas influirán decisivamente en el joven Averroes. También la presencia en la corte de Ibn Tufail (Abentofail), enigmático personaje que firma una de las primeras grandes novelas de la historia de Europa, El vivo, hijo del vigilante (másconocida como El filósofo autodidacta), precursora de Segismundo y Robinson Crusoe. Una obra que circuló en hebreo durante la baja Edad Media y que encargará traducir Pico della Mirandola. Su protagonista crece solo en una isla desierta, donde asciende del conocimiento empírico al científico y de éste al místico. Abentofail introdujo a Averroes en la corte almohade, presidida por un califa amigo de las ciencias y la filosofía, que lo animó a que hiciera accesibles las ideas de Aristóteles.

Alma y entendimiento

Desde que inicia sus lecturas de Aristóteles, gracias a las traducciones realizadas en Persia, la naturaleza de la mente será un tema recurrente en Averroes y acabará por convertirse en obsesión. Llega a comentar hasta tres veces el De ánima de Aristóteles, deteniéndose especialmente en un fragmento del libro tercero, de apenas una docena de líneas, que ha sido objeto de diversísimas interpretaciones y cuyo interés traspasaría las fronteras de la cultura islámica, como prueba el hecho de que los trabajos de Averroes, destruidos por sus enemigos árabes, fueran conservados en caracteres hebreos o en traducciones latinas.

El clima en el que trabaja no es del todo propicio. Todavía resuenan las invectivas de Algacel contra los filósofos, a los que considera incapaces de demostrar que el alma es una sustancia espiritual, autosubsistente e incorpórea. Para contrarrestar las ideas del teólogo persa, Averroes redacta una defensa de la filosofía. Admite, sin embargo, que «la cuestión del alma es oscura y que Dios sólo ha otorgado el privilegio de penetrarla a sabios inquebrantables». Reconoce, además, que su posible inmortalidad es «un problema demasiado sublime para el entendimiento». Un posicionamiento que no excluye las creencias: hay filósofos «cuya fe no destruye su pensamiento y cuyo pensamiento no destruye su fe» y al mismo tiempo proclama que el más grande de todos ellos fue Aristóteles, que dejó en el aire si el entendimiento era o no una parte del alma.

Pese a esa docta ignorancia preliminar, Aristóteles ha heredado el optimismo de su maestro. Un optimismo que en lugar de metafísico es epistemológico: el hombre puede conocer el mundo tal cual es. El entendimiento (noûs) es capaz de convertirse en todas las cosas. Como posibilidad, el intelecto es capaz de recibir todos los conocimientos y ser potencialmente todas las cosas. En ese sentido es una especie de «materia» (de ahí que Averroes llame al entendimiento potencial, material). Pero, tras afirmar que dicho entendimiento es parte del alma, Aristóteles lo caracteriza como «impasible» (capaz de recibir todas las formas sin experimentar cambios), «simple» (o puro, para ser capaz de albergarlo todo) y «separado» del cuerpo (de otro modo se vería afectado por las transformaciones del mismo y su ulterior decadencia).

Además, Aristóteles creyó que había en el universo físico un «factor» que llevaba las cosas de potencia a acto. Una transición que debía estar también presente en el alma. Ese factor lo denominó noûs poietikós, término que fue traducido por «entendimiento agente» o «intelecto creativo», para distinguirlo del potencial (material), que tiene una naturaleza receptiva. Cuál es la relación entre ambos y dónde se establecen sus límites es algo que no aclaró y que fue objeto de discusión durante siglos. Alejandro de Afrodisia y Plotino identificarían el intelecto activo con Dios. Teofrasto y Simplicio con un principio inmanente que residía en el alma. Otros, como el materialista Estratón, lo vincularon al cuerpo, identificando pensamiento y sensación.

Por lo visto hasta ahora, la relación del cuerpo con el alma seguía siendo un asunto complejo (que sigue sin resolverse, aunque hoy lo llamamos «problema mente / cuerpo»). Aristóteles había insistido en que los hombres eran compuestos cuerpo y alma, y que ambos formaban una sustancia completa. El cuerpo natural sólo tenía vida en potencia y el alma era la actualización de esa potencia. Mientras Avicena defendía la relación de causalidad entre potencia y acto, Averroes los considera correlativos (ninguno es causa del otro). Ambos constituyen, por así decirlo, una «tensión esencial». Sin embargo, hay cierta «prioridad»: las diferencias en los cuerpos se deben a diferencias en las almas que los perfeccionan. Mientras que el cuerpo es divisible en partes, el alma constituye una unidad: «Es más correcto decir que el cuerpo es uno porque el alma es una, y no lo contrario». El cuerpo no se descompondrá mientras el alma potencie su unidad orgánica. El cuerpo debe su unidad al alma y el alma debe su unidad a Dios. El mundo en su totalidad es una unidad. Aunque tenga diversas partes, el universo tiende a un solo acto. De ahí que en todo animal exista una potencia espiritual que enlaza sus diferentes partes.

Si el entendimiento es una potencia divina, al participar del él, el hombre es en cierto sentido eterno. De ahí que se conciba al hombre como un ser intermedio entre lo corruptible y lo eterno. El asunto crucial es si el alma humana es sólo la forma del cuerpo o si es una entidad espiritual independiente. El enfoque adoptado por Aristóteles es en general el de un naturalista (que pretende renunciar a la verborrea mística en torno al alma), pero el Estagirita mantiene la ambigüedad en algunos aspectos decisivos, dibujando un noûs emancipado parcialmente de la biología (el alma es la que unifica el cuerpo y no a la inversa), como si hubiera algo divino en el hombre. El entendimiento parece tener una actividad propia, inmaterial e independiente del cuerpo, mientras que las restantes actividades del alma son indirectamente materiales. No obstante, ningún ser vivo puede participar ininterrumpidamente de lo eterno. «Nada perecedero puede permanecer para siempre uno y lo mismo». Lo dirá en repetidas ocasiones, en la Ética afirma que aunque el hombre es mortal, el entendimiento es eterno. Y la vida intelectual la más excelsa de todas. En otros lugares se reafirma en que «sólo el entendimiento es divino y sólo él viene de fuera» (y la actividad corporal no tiene nada que ver con su actividad). El alma puede conocer los sujetos particulares precisamente porque es en potencia todos los seres. Resuena aquí el «eso eres tú» (porque lo fuiste o lo serás) de las Upanisad. Un hecho que subraya, por un lado, que el conocimiento humano es conocimiento en potencia, no en acto; y por el otro, que siempre acaba siendo un conocimiento fraternal o por simpatía.

La caída en desgracia de Averroes coincidió con la decadencia de la cultura almohade y la degradación general de Al-Ándalus. Hacia el final de su vida, sus enemigos hicieron circular el rumor de que el califa había ordenado su muerte. Encargaron a un poeta de la corte unas sátiras que le acusaban de haber traicionado la religión. Un día de otoño, acompañado por su hijo, fue expulsado de la mezquita durante la oración de la tarde. Lo acusaron de plagio y de anteponer el juicio de la filosofía al del Corán. Mientras tanto, Al-Mansur, acosado por Alfonso de Castilla, libraba batallas en Extremadura, Plasencia, Talavera y Toledo.

El viejo ulema llevaba toda su vida enfrentando los mismos problemas que enfrentarían el rabino Maimónides y el dominico Tomás de Aquino. Permaneció hasta su muerte convencido de que la visión de Aristóteles era la que mejor daba cuenta de la realidad, de ahí que le interesara mucho más la metafísica que la astronomía («cuyo modelo se conforma al cálculo, no a la verdad») e intentó reconciliar la eternidad del mundo aristotélica con la tesis creacionista del Corán, y la solicitud del Supremo Intelecto Agente hacia todos los seres (que protegía a la especie, no al individuo) con el destino del alma tras la muerte.

Si Averroes no logró lo que lograría más tarde Tomás de Aquino (conciliar lo irreconciliable, el paganismo aristotélico con el credo monoteísta) no fue por falta de genio, sino más bien por el clima intelectual que lo rodeaba. Los tiempos cambiaban, el secretario del sultán redactó un decreto que condenaba a quienes se ocuparan de la filosofía, a los que se consideraba peores que «las gentes del libro» (judíos y cristianos). El que antaño había sido el más prestigioso alfaquí, se vio obligado a exiliarse a Lucena, una pequeña ciudad a un centenar de kilómetros de Córdoba, que albergaba una importante escuela rabínica y cuya población era mayoritariamente judía. Los almohades habían prohibido el culto a otras religiones, lo que había provocado un declive de la ciudad. Ese acoso a la filosofía dentro del mundo almohade provocó que Averroes no tuviera dentro del islam la repercusión que tuvo entre los judíos de Cataluña y Occitania y, posteriormente, entre los «averroístas latinos» de la Universidad de París.

Las campañas del califa habían logrado llegar hasta Guadalajara. Al-Mansur pasó el invierno en su castillo de Aznalfarache y a mediados de febrero regresó a Sevilla con su corte. Reorganizó las defensas y puso en orden los asuntos con León y Castilla, regresó a Marrakech, donde cayó enfermo. Coronó a su hijo y se retiró de la vida pública, consagrándose a actos de piedad y a promulgar edictos contra los judíos. Acuciado por los remordimientos de crímenes del pasado, el califa convocó a Averroes a Marrakech con el propósito de indultarlo. Allí moriría el filósofo en 1198, sin haber podido regresar a su amada Córdoba. Sus restos fueron exhumados y trasladados a la capital andalusí. Ibn Arabí vio montar el cadáver a lomos de una bestia de carga, equilibrado, al otro lado de la albarda, por el peso de sus manuscritos.

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