Esta semana cristalizó al paso una efeméride terrible: 16 años de la llegada de Pablo Aimar a Valencia. 16 años de su posado en traje en el césped de Mallorca, un traje varias tallas más grande de lo debido. Ya se sabe la tradición valencianista por presentar a sus argentinos con trajes XL. Nada que objetar. 16 años que suenan a sopapo estremecedor.

Han pasado 16 años y todavía seguimos con esa ligera esperanza de que por invierno nos aparezca un Aimar por la sala de llegadas. Una esperanza inquebrantable, una evasión de la realidad prodigiosa.

El de Aimar fue un fichaje capital. 3.500 millones y pico. La trifulca entre el gasto expansivo y la contención que personificaron Molina y Llorente se desequilibró en favor del verso. Aimar, para un grupo haciéndose roca, supuso la irrupción poética. Por eso, a la hora de hacer balance, siempre acabó ganando la palabrería en torno al icono antes que los fríos números, por otra parte eficaces pero no lo suficientemente bárbaros como la expectativa maradoniana prometía.

Él era la prueba de algodón para certificar la calidad del cemento armado con el que aquel equipo construyó sus bases. No podía ser individualmente mayúsculo porque esa condición estaba reservada únicamente al colectivo. Su generosidad para adaptarse a él es parte de su contribución silenciosa.

Lo bueno de Aimar, antiguo niño mesías, es que no ha sonado para un cargo en el VCF, ni tan siquiera para integrar la futura secretaria técnica de ocho cabezas con sus respectivos cuernos de unicornio que prepara Lim. Teniendo en cuenta que los años del doblete se han reconvertido en agencia de colocación, el detalle engrandece al personaje.

Lo malo es que su imagen entrando en Manises es como una postal devuelta en modo boomerang por el pasado para recordar que todo aquello ya pasó, que ya hace 16 años. Nosotros, la generación aimarista, complacidos ante cada exigencia, creyendo que de lo que se trataba era tan solo de ganar, hemos quedado amarrados a un tiempo extinto. Somos un lastre para la evolución propia.

Porque esa misma postal de «Aimar from Córdoba» no se admira en búsqueda de hacer memoria sino con intención de regresar a aquel tiempo.

Pero cuando la generación despertó ya no había nada de aquello. Estaba Zaza. Alegría. Fluyamos.