Septiembre es mes de vendimia. El campo huele a uva y a vino. Un olor que impregna y despierta rodos nuestros sentidos y nos atrapa.

Ya ha empezado la recolección de las variedades blancas y también las primeras uvas tintas están entrando a las bodegas, como la merlot, más madrugadora que sus parientes francesas: la cabernet o la syrah. A ambas les quedan todavía unas semanas para madurar.

Se ven cuadrillas de vendimiadores en los campos y se escucha el rugir de las cuchillas de las máquinas, recogiendo en sus tolvas la uva en espaldera. Tractores con remolques repletos de uva, apresurados para ir a descargar y volver al campo. Todo un año para esperar este momento, donde el agricultor se lo juega todo a una carta, sin saber muy bien lo que va a cobrar por el preciado fruto. Las normas de calidad vienen impuestas y cada vez son más severas en busca de la ansiada calidad y cada bodega tiene las suyas propias. El precio lo determina el mercado y la competencia es feroz. Miles de bodegas, tratando de colocar sus vinos a precios de saldo. Una locura. El sector del vino no es ninguna excepción. Sobra de todo. También bodegas. Solo sobreviven aquellas que son competitivas.

Las bodegas ya están preparadas para recibir la uva de la presente campaña. Una temporada en la que apenas ha llovido y la sequía está haciendo estragos en la planta y en consecuencia en el fruto. Racimos y bayas más pequeñas, lo que se traduce en menos peso y, por tanto, en menos kilos.

Racimo de tempranillo

Es más que previsible que haya una merma en la producción, respecto al año pasado. Sin embargo, las condiciones sanitarias y de calidad son muy óptimas, a diferencia de la campaña anterior, cuando las lluvias de septiembre malograron algunas parcelas, sobre todo, de tempranillo y garnacha, que son variedades más susceptibles a la botritis o podredumbre del racimo.

De aquí a finales de campaña, que concluirá a mediados de octubre con la vendimia de la monastrell, los agricultores andaremos con un pie y una mano en el tractor y con los ojos puestos en el cielo para que no arrecie ninguna tormenta y eche a perder el trabajo de todo un año.