Estos días también es noticia la movilización de nuestros citricultores en contra de la importación ventajista de las naranjas de países terceros a la Unión Europea. Ello nos trae a la memoria la historia que vincula a dos castellonenses que introdujeron ese cultivo en tierras norteafricanas. Fueron, el anteriormente citado Panxeta, el último alcalde del franquismo, y Llonja, republicano y nieto del dueño del huerto de algarrobos sobre el que se levantó el cementerio de San José.

En Casablanca, tuvieron que reencontrarse estos representantes involuntarios de las «dos Españas», unidos en una empresa común: las plantaciones de mandarinos.

La ciudad marroquí, como si se tratara de una secuela del film protagonizado por Bogart y Bergman, con colaboracionistas de Vichy y miembros de la resistencia francesa, con los años siguió siendo una plaza abierta a otros antagonistas. Entonces, los protagonistas fueron Panxeta y Llonja, los dos naranjeros que en la guerra habían luchado en bandos opuestos y ahora combatían las mismas plagas.

Las naranjas, que antes habían sido «de la China», los valencianos las adoptaron como propias, como una de sus señas de identidad. Hoy, la reivindicación sobre la regularización de las condiciones y los precios de la importación es muy justa. No obstante, Panxeta y Llonja únicamente fueron unos pioneros de la deslocalización que ahora parece que se ha vuelto en contra.

¿De dónde son pues las especies botánicas? El boticari Calduch, en sus labores de herborización, solo se atrevió a considerar como verdaderamente autóctona un tipo de col, que no se parece nada a la col que comemos. La encontró en el término de Orpesa, cerca del túnel del tren. Ésa ni se compra ni se vende.