Zaplana y Camps, Camps y Fabra. Todo el PP nacional puso como modelo el primer proceso de sucesión en la Generalitat, y acabó como el rosario de la aurora, incluido plante de diputados zaplanistas en 2004. Similares augurios tuvo el segundo relevo. El 26 de julio de 2011, en la investidura de Fabra como presidente con Camps sentado por última vez (?) en el banco azul, el vicesecretario nacional del PP, Esteban González Pons, hizo su diagnóstico: «Ha sido un cambio sin ruptura, una transición. Como si desde el principio se hubiera pensado que iba a ocurrir así». Ocho meses después, las heridas abiertas entre el jefe del Consell y su predecesor absuelto son ya tan evidentes que en las filas populares comienza a extenderse la impresión de un «dejà vu». El extitular de la Generalitat no ha disimulado a su entorno la decepción que le ha causado Fabra, al que acusa de haberlo excluido, de haber querido enterrar su legado político en dos días. Y ahora, con el veredico en el bolsillo, le está pasando factura, al no aclarar si va a reclamarle que le devuelva la «prenda» que le cedió en julio.

Una estrategia de doble filo. De un lado, la incertidumbre —mientras Fabra sigue sin dar un puñetazo en la mesa— debilita la figura de éste y da alas a los sectores críticos con el nuevo líder avalado por Génova. No es extraño que varias «familias» críticas en su día con Camps y arrinconadas ahora por Fabra hayan levantado la bandera del expresidente. Una vía de presión para reclamarle cuota de poder y forzarlo a negociar los términos del postcampsismo, algo que no pudo hacerse en aquellos convulsos días de julio. Exigen, si no una dirección más colegiada, al menos que se cuente con ellos en la toma de decisiones. Es el caso de los afines al presidente provincial y de la Diputación de Valencia, Alfonso Rus. Y del campsismo, en algún caso con problemas de corrupción, de Alicante. La ola crítica suma también a la alcaldesa, Rita Barberá, y al presidente de las Corts, Juan Cotino, si bien éstos le han aconsejado que se aparte de la escena pública un tiempo.

Para el fabrismo, en cambio, con la seguridad de que Génova no quiere ni oír hablar de un retorno de Camps a la Generalitat, están convencidos de que el tiempo suma para Fabra, quien retiene la firma en el «DOCV». Algo que hasta ahora apenas ha ejercitado. Lo mismo le ocurrió a Camps con Zaplana. Además, en el Palau están convencidos de que Génova dará una salida a Camps fuera de la C. Valenciana.

Pero la estrategia de alimentar el desconcierto tiene un valor añadido para Camps. Cuanto más engorde el fantasma de su vuelta, más cotizará su rehabilitación, lo que implicará mayor peaje para Fabra.

En la lista de «agravios» que Camps adjudica a Fabra hay cuestiones hasta de índole personal. El exjefe del Consell se muestra dolido por que su sucesor, durante los 26 días de juicio, no sólo no le llamó, sino que tampoco se acercó a la sala de vistas. El primer «telefonazo» se lo dio la noche del miércoles, tras la absolución. Mantuvieron una conversación cordial. Sin embargo, Fabra no estuvo entre los que acudieron al domicilio de Camps. Además, éste ha tenido que asistir impertérrito a cómo se iban anunciando decisiones que suponían una enmienda a la totalidad a su gestión. El reproche a Fabra es extensible a la mayoría de consellers, que él nombró y que se han mantenido a distancia. Todos han cumplido la consigna no escrita de no acercarse por el TSJ, bien porque pensaban que al presidente no le gustaría, bien porque quieren soltar amarras con la anterior etapa. Camps ha sido muy exigente con las lealtades de los que fueron sus lugartenientes. A algunos, antes muy cercanos, los ha perdido por la presión.