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Ante la 1ª Marcha Estatal contra la violencia machista

La doble lucha de las mujeres maltratadas

Tras la decisión de denunciar, las víctimas se enfrentan a las trabas institucionales y la falta de ayudas

Pura, de espaldas, conversa durante la entrevista con Karina, también víctima.

­En vez de Pura, la llamaba «Puta» a modo de nombre de pila. Recuerda la primera bofetada como si fuera ayer. Iba encima de la moto, de paquete, y se había movido sin querer. De repente, él paró el vehículo, bajó, y le pegó. «Llevábamos un mes saliendo. Yo tenía 17 años. Me quedé helada, sin saber qué hacer ni qué decir. La primera paliza llegó a los pocos días», cuenta esta valenciana, que ahora tiene 50 años. A los golpes se unieron las violaciones, los insultos y el aislamiento. «A veces me preguntaba a mí misma porqué no me mataba y me dejaba en paz de una vez por todas».

El relato Pura, a cuyas heridas físicas y psicológicas se une haber sobrevivido a dos cánceres, es la historia de miles de mujeres que sufrieron maltrato por parte de sus parejas sentimentales cuando no había unidades policiales específicas para atender estos casos, cuando no existían ONG destinadas al cuidado de las mismas, cuando no se veían anuncios en la televisión que animaban a llamar al 016 porque ni siquiera existía el 016. Eran los años 80, ella estaba estudiando auxiliar de enfermería y tuvo que irse de casa de sus padres para que éstos no se percataran de los moratones. La primera vez que fue a la Guardia Civil a interponer una denuncia la respuesta que recibió fue: «eso son cosas del matrimonio, arréglelas como pueda».

Más o menos la misma frase escuchó Karina, pero de los labios de su madre. «Mi madre me dijo que tenía que solucionarlo en la cama. Mis hermanas también sabían que mi marido me pegaba, pero ninguna me ofreció irme a su casa para salir de aquel infierno». Se dice que la sociedad ha cambiado, ha avanzado, que la violencia machista se percibe como un problema social. «Efectivamente ha habido mejoras, se hacen manifestaciones -como la del 7 de noviembre, hay más concienciación, pero la mujer maltratada continúa estando excluida socialmente», relata Karina.

Esta mujer argentina residente en Valencia desde hace 4 años es la otra cara de la moneda. Durante la entrevista le suena el teléfono: es un voluntario de Cruz Roja que le llama para ver cómo está, controlar que todo va bien. Pura observa la escena en silencio. «En mi época me hubiera bastado con un abrazo y que alguien me hubiera dicho ‘te entiendo’», señala la valenciana. Karina tampoco lo tiene nada fácil. Es cierto que cuenta con ayuda de asociaciones como Alana, pero su periplo hasta conseguir un mínimo de seguridad, tras de 16 años viviendo con un hombre que le propinaba palizas diarias, ha sido eterno.

«Viví en Israel con mi marido y mis tres hijos. Allí estuve en un piso de acogida, pero no hablaba hebreo y me sentía culpable por haberle abandonado. Estaba aislada y lejos de casa, por lo que volví con él. Nada más poner un pie en el comedor me dí cuenta de que me había equivocado y al poco tiempo volvieron las palizas», narra Karina, que ahora vive gracias a un alquiler social y el apoyo que le prestan entidades solidarias. «Recibo ayuda del banco de alimentos, de Cruz Roja y de Alana», cuenta Karina.

«Mi psicóloga fui yo»

«Las mujeres maltratadas tenemos una doble lucha: la primera, la de decidirnos a poner una denuncia, y la segunda, la de conseguir tener una vida digna después», explica Karina. Esta vecina de Valencia tardó 16 años en denunciar a su marido. Tomó la decisión cuando el hombre con el que estaba compartiendo su vida comenzó también a pegarle a sus hijos. «Ese fue el momento en que dije: ‘esto tiene que parar’». Actualmente acude al psicólogo de la ONG para rehacerse de las heridas. «Yo fui mi propio psicólogo», relata Pura.

«El trato de la policía fue excelente. Nada más llegar me tomaron declaración, me tranquilizaron, me apoyaron. Yo tenía miedo porque no tenía papeles. Ellos vigilaron para que no me cruzara con mi marido, me protegieron desde el primer día», narra Karina.

Nada que ver con lo que vivió Pura. Las separa más de 20 años en la particular «historia de la violencia machista» de este país. Una no tiene problemas en fotografiarse, la otra aún no ha perdido el miedo. «Todavía ando con la cabeza agachada por la calle», confiesa Pura. Son el reflejo y resultado de lo que ha hecho esta sociedad con las víctimas de esta lacra que continúa segando vidas casi a diario.

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