Mientras millones de valencianos suspiran por poner un pie en la calle y que se acabe el confinamiento, un puñado de hombres y mujeres cruzan los dedos para que el encierro se alargue hasta que la cabeza y el cuerpo dejen de gritarles que tienen hambre de droga y de alcohol. Son 15 personas que llevan más de la mitad de sus vidas dependiendo de una dosis, de un trago. Pocos tienen techo. Casi ninguno, hogar. Todos, menos uno, lo han intentado tantas veces antes que han perdido la cuenta. Y ahora se ven más cerca que nunca de conseguirlo porque están pasando su propio confinamiento, del coronavirus y de sus adicciones, en un centro de intervención de baja exigencia (CIBE).

Es una de las caras de la dependencia de tóxicos y alcohol. Pero hay muchas más. «Hay consumidores activos que han preferido seguir en la calle, que no han querido acogerse a los recursos residenciales que ha puesto en marcha, por ejemplo, el Ayuntamiento de València, con la transformación en albergues de la piscina y el polideportivo de la Petxina, o el del Cabanyal», explica Marisa Dorado, médica de una de las cinco unidades de conductas adictivas (UCA) de València, la de Guillén de Castro, precisamente la que tiene bajo su paraguas a todas las personas sin hogar de la ciudad.

Ocurre con frecuencia: las personas que viven en la calle no quieren un techo a toda costa. Acaban renunciando a albergues y residencias porque no les dejan entrar con su perro, no hay acceso si consumen, no les permiten llevar sus enseres...

En el escalón más bajo y quizás realista de la atención está precisamente el CIBE de la Fundación Salud y Comunidad. Nadie les pide nada, ni que dejen las drogas, ni que se justifiquen, ni nada. Simplemente les ayudan. «Somos un centro asistencial que parte de la realidad de que hay personas que consumen y se lo intentamos hacer más fácil y seguro», explica su coordinador, Pepe Sanmartín. Lleva tres décadas distribuyendo jeringuillas (que, por cierto, han vuelto), condones, procurando comida, ducha y un rato de descanso de la mañana a la noche. Sin pernocta. Hasta ahora. Y de nuevo para ayudar sin preguntar.

«Solo hemos tenido pernoctaciones en momentos muy puntuales, en la operación frío. Pero cuando se decretó el estado de alarma, decidimos convertir esta nave (ni los vecinos saben qué se cuece dentro; y así seguirá siendo, por eso Levante-EMV no revela su ubicación dentro de la ciudad) en un centro residencial para dar cobijo a los que no tenían adónde ir».

Ser adicto al alcohol o las drogas, o a ambos, vivir en la calle y tener alguna enfermedad mental -la mayoría sufren esa patología dual que conjuga abuso de tóxicos y trastorno psiquiátrico- dispara la vulnerabilidad por razones obvias. Pero si eso ocurre en un momento como este, donde lo mínimo por estar en la calle es una multa, el desamparo se multiplica a mayor velocidad que el propio virus.

Precisamente por eso, Pepe y su mano derecha, Isabel Alarcón, decidieron dar cobijo -y tratamiento, cursos y talleres- durante la obligada cuarentena a las 15 personas con las que arranca este reportaje. Y por primera vez les ha pedido a sus usuarios un compromiso: no salir y no consumir. No por ellos, por sus compañeros. La huella del abuso es evidente en todos ellos, quien no tiene VIH, tiene el hígado destrozado, y el que no, llegó pesando 40 kilos. Serían presa fácil para una enfermedad como la covid-19 que ha demostrado una enorme letalidad en personas enfermas. Y estas lo son. De momento, esta surtiendo efecto: no llevan ni guantes ni mascarillas porque viven en un oasis limpio de coronavirus.

La otra limpieza, la interna, de momento, la están consiguiendo. Alguno ha roto la promesa, pero se le ha dado una segunda oportunidad. Solo una más.

Sus historias de vida desgarran. Mia, italiana, de 31 años. No tenía previsto hablar, pero se deja llevar y acaba desnudando su alma. No llora, simplemente le brotan las lágrimas. Empezó con 15 años y marihuana. Se pasó a la cocaína porque su hermano, narco de altos vuelos, hoy en prisión, se la dio. Aún lo disculpa: «No quería hacerme mal». Fuma crack y heroína desde hace tanto que ni se acuerda. Vivía en una casa ocupada y su compañero de entonces le transmitió el VIH, hepatitis C y la embarazó. No lo supo hasta que acabó en el hospital. Estaba de cinco meses y medio.

«SI vuelvo a la calle, caeré»

Le provocaron el parto un mes y pico después. Por su niña, para no perderla, accedió a entrar con ella en un centro de desintoxicación. Tres buenos años. Pero recayó. Cuando la pequeña Sara tenía 6, un día ya no la pudo recoger en el colegio. Se la había llevado servicios sociales. Mía no ha dejado de bajar a los infiernos: trabajos sucios a cambio de droga, robos a cambio de droga, perder a su hija a cambio de droga. «¡He preferido la droga a mi hija! ¿Qué clase de madre soy?». La culpa no va a ayudar y ahora está más cerca que nunca de recuperarse. Y si lo consigue, a la niña. Pero teme al fin del confinamiento más que a la muerte : «Si vuelvo a la calle, sé que volveré a caer». Su familia no es una opción: el hermano en prisión y la madre, simplemente no quiere saber nada. En el silencio de sus grandes ojos se escucha cómo pide ayuda a gritos.

La falta de apoyo familiar es un lugar común. Y un pilar sin el cual los terapeutas lo tienen casi imposible. Juanma tiene 48 años. Fumó su primer porro a los 8. Sí, a los 8 años. Y se pinchó heroína con 11. Aprendió de su padre, traficante y heroinómano de los 80. Tampoco le culpa. «Soy un gilipollas que ha destrozado su vida. Y lo he hecho yo». Ha pasado la mitad de su vida -23 largos años- entre rejas, por atracos a punta de cuchillo. Lo lleva bien, pero hace una semana rompió su promesa. Se fue a la calle y compró un gramo de cocaína. ¿Fue difícil encontrar? «¡Que va! Como siempre y al precio de siempre». Se lo fumó enterito justo antes de entrar otra vez. Sabe que es su última oportunidad. Quiere volver a Francia y trabajar «en la obra». Allí estaba cuando empezó la pandemia. Y allí «no me metía». ¿Su ilusión? «Que me vea mi hijo. Y ver a mis nietas. Que vean que estoy mejor y que he engordado».

Hristo es búlgaro, de Plovdiv, y tiene 31 años. Empezó con la heroína a los 13. Pasaba mucho tiempo solo. Su madre, viuda, hoy ya fallecida, trabajaba día y noche cuidando a ancianos. Y él se echó a la calle antes de tiempo. Este es su séptimo intento. «Ahora estoy bien. No estoy todo el día dormido». Muestra el pragmatismo del que ya solo tiene cosas que ganar. Tampoco busca culpables. Es la vida que le ha tocado. Ahora, está solo en el mundo. Cree que puede vencer a la cocaína fumada, esta vez sí, y sueña con «encontrar un trabajo e incluso con formar una familia». Y, desde luego, tampoco quiere volver a la calle.

En la calle es donde vivía Inma. Su historia de vida es una bofetada de realidad: la pobreza, la exclusión, no es solo cosa de otros, de barrios bajos y familias rotas. Hasta hace cinco años, estaba casada, tenía dos hijas, vivía en un chalé de l'Eliana y se ganaba la vida como pianista y profesora de lenguaje musical. «Cuando me separé, me diagnosticaron TDH y el médico se equivocó en la medicación. Me convirtió en adicta». Desde entonces, no ha parado de buscar pastillas como las raíces buscan el agua. Perdió a sus hijas, la casa, el trabajo y a su familia. Desde hace más un año vive en la calle, con otras personas sin hogar, junto a la antigua Hacienda. En la calle aprendió que se pueden fumar la heroína y la cocaína. A tener un novio que acabó en prisión. A no comer. En su mente recrea la idea de volver al piano, a sus hijas, a un trabajo y una vida estable. Ahora está un poco más cerca, pero, como los demás, necesitará el apoyo que unas instituciones que se obstinan en dejar la pelota en el tejado de las ONG. Y menos mal que existen.

David tiene 39 años y es portugués de Lisboa. Su problema se llamaba «entre 10 y 20 litros de vino al día». Empezó a beber y a pincharse heroína a los 22, trabajando en Londres. Otro clásico. Allí ha dejado tres hijos. Es el que mejor lo lleva: la medicación le ha permitido estar sobrio durante todo un mes por primera vez en su vida. Fuera, le esperan una compañera y un bebé de dos meses. Quizás esa es su motivación. Y este, su momento.

La comunidad de Proyecto Hombre

Ellos son una muestra de algunos perfiles de tóxicodependientes. Pero no son los únicos que están sumando cuarentenas. La comunidad terapéutica de Proyecto Hombre, frente a las urgencias del Hospital General, es otro buen ejemplo. «Cuando empezó el confinamiento», explica su coordinadora, Inma Navarrete, «decidimos que de los más de 50 residentes que teníamos en ese momento, los que estuviesen estables y dispusiesen de red de apoyo familiar y domicilio, podían irse. Se quedaron 22. De ellos, solo uno pidió el alta voluntaria. Los 17 que decidieron quedarse lo están llevando muy bien. De hecho, podrían irse y no lo han hecho. Algunos llevan ya tres meses de confinamiento, porque al del estado de alarma se une el primer mes y medio de tratamiento, durante el cual no se permiten salidas».

Admite que «es duro, llevan mucho sin ver a sus familias». La ventaja es el privilegiado entorno, con jardines y un amplio espacio, con el que cuentan. La mayoría, como siempre, tiene patología dual. El perfil medio es hombre, de 45 años y adicto a la cocaína esnifada y/o al alcohol, pero tienen de todo. Desde mujeres mayores, amas de casa, con adicción al alcohol, a jóvenes con politoxicomanías. En este momento, el 40 % son personas sin hogar. Para entrar, el requisito mínimo es «llevar una semana sin consumo» y se permiten hasta dos recaídas. No más. Y también se puede acabar expulsado: «Por agresiones físicas o episodios violentos, pero sobre todo, por mantener relaciones. Aunque solo sean sentimentales. Están totalmente prohibidas, porque desestabilizan y comprometen la terapia. Y aún así, es la principal razón de las expulsiones, les cuesta evitarlo», sonríe con comprensión la coordinadora.

¿La mayor dificultad? «Sin duda, restringir el contacto físico, no poder dar abrazos y tener que realizar las atenciones a los que están fuera por teléfono o videollamada. Pero mira, aún así, todos menos uno se mantienen limpios, gracias también a ese apoyo familiar».

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