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En busca de un nuevo contrato social

La convivencia con la covid hasta la esperada vacuna ha propiciado una oleada de nuevas normas que alteran las relaciones sociales

En busca de un nuevo contrato social

El ejercicio de calibrar el impacto de una pandemia resulta temerario en un país con cerca de 300.000 personas confinadas por rebrotes, que todavía sobrepasa a menudo el centenar de nuevos casos diarios -el viernes fueron 333- y en el que apenas se empiezan a reflejar los efectos del restablecimiento de la movilidad en todo el territorio nacional y con la UE y algunos terceros estados. El alcance de la crisis económica, la reconfiguración de los sistemas sanitarios mundiales tras asomarse al abismo, el grado de implantación del teletrabajo o el precio político a pagar por los gobiernos al frente de la emergencia son algunos de los enigmas que se presentan ahora, ante los que uno no puede más que tratar de predecir el futuro.

Sin embargo, hay una consecuencia de lo vivido durante estos meses distópicos que ya se deja sentir en la calle: la alteración de las conductas sociales para poder 'convivir' con el virus. Mientras China optó por un confinamiento feroz hasta no registrar nuevas infecciones durante 14 días -tiempo de incubación de la enfermedad-, el mundo occidental ha apostado por acelerar sus desescaladas en un intento de reducir el impacto económico de la crisis del coronavirus. Una elección que conlleva tantos riesgos como medidas de prevención asociadas. La lista va en camino de poder ser recitada como los abuelos enumeraban las delanteras míticas de los años 40 y 50 a sus nietos. De memoria y sin titubeos: «Epi, Amadeo, Mundo, Asensi y Gorostiza» era la eléctrica del Valencia CF. Ahora, la alineación de esta nueva normalidad es la formada por: distancia interpersonal, gel hidroalcohólico, mascarilla y aforos limitados -y delimitados-. Sin olvidar mamparas, carriles que ordenan la circulación en los supermercados y hasta semáforos para regular el flujo de peatones en centros comerciales.

La salida del confinamiento ha ido acompañada de un diluvio de nuevas reglas que han trastocado nuestros hábitos. Una imposición de normas coercitivas que suele interpretarse en las sociedades liberales como un recorte de las libertades. Sin embargo, Antonio Ariño, catedrático de Sociología y vicerrector de la Universitat de València, apunta justo lo contrario. «Cuanto más compleja y avanzada es una sociedad, más normas necesita. No hay libertad sin coerción», defiende el experto antes de recordar que el inicio de la civilización debe buscarse en el momento en el que comienzan a modularse ciertas reglas sociales. Ariño destaca tres niveles que debe tener toda norma: reflejar una conducta mayoritaria, que sirva para el correcto funcionamiento del objetivo perseguido -preservar la salud en este caso- y que sea deseable. Es decir, que haga sentir bien a quien la cumpla.

El poder ejecutivo es el encargado de regular esta nueva realidad a través de los consejos que la comunidad científica va transmitiéndole a medida que va descubriendo detalles de este nuevo virus. Las mascarillas son un ejemplo de este proceso de aprendizaje regulador. La Organización Mundial de la Salud no recomendó el uso generalizado de este elemento de protección cuando no se pudiera guardar la distancia de seguridad hasta junio, casi seis meses después del primer caso detectado por China. Sin embargo, esta misma semana varias autonomías en España ya obligan a portarla en todo momento y otra buena parte se plantea seguir sus pasos.

En paralelo, a pie de calle se está librando otro proceso: la elaboración de un nuevo sistema de códigos y gestos de interrelación humana a partir de estas nuevas leyes profilácticas. «Será largo, pero es impepinable», augura Ariño en relación al establecimiento de un nuevo contrato social derivado de las condiciones actuales. «El desafío es encontrar gestos a la altura de las amenazas sanitarias actuales y capaces a su vez de establecer vínculos de confianza». «Son aspectos que la sociedad no madura de la noche a la mañana, pero la capacidad de adaptación humana es impresionante». La lectura del catedrático coincide con las de varios trabajadores consultados por Levante-EMV. «Nos acostumbramos a todo. Los primeros días costaba ver mascarillas y había que repetir '¡el gel y los guantes!'. Ahora ya no», reconoce Gabriela, empleada en un céntrico supermercado de València. Su compañero Arturo pone el foco en el humor de las personas. «Hace un mes se percibía el miedo, hoy nos miramos más relajados», celebra.

Un proceso de aprendizaje que deberá transcurrir por el camino de la resignificación de los gestos interpersonales. Porque nada hoy es igual que en enero, especialmente a nivel social. El distanciamiento ya no se puede interpretar como un símbolo de frialdad sino de respeto, solidaridad y preocupación hacia el prójimo. Y lo mismo a la inversa. Nadie entendería hoy como un gesto afectivo un saludo con dos besos o un abrazo ni vería altruista el ofrecimiento de compartir una cerveza. «Hay que repensar cada acto, especialmente los que tenemos más interiorizados. Por dos motivos: mi protección y la del prójimo», destaca Ariño, que lamenta que en cualquier caso los gestos afectivos deberán quedar «durante un tiempo» circunscritos a lo que llama «burbuja de confianza», ese núcleo de personas con las que convivimos.

La pregunta ante esto es casi instintiva: ¿Seremos capaces de afrontar esta reconversión sin contacto físico? El experto se muestra seguro de que sí. El ejemplo es la cultura oriental, donde saludar con una reverencia es un símbolo de respecto y afecto. «Es un proceso educativo», asegura el profesor. La evolución simbólica ya empieza a percibirse cuando apenas se cumplen tres semanas de 'nueva normalidad'. Guiños de ojo ante la falta de sonrisas, choque de codos ante el veto a los apretones de manos y mascarilla en boca como gesto de responsabilidad social.

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