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La generación que espera su oportunidad

El periodo de entre crisis ha dejado un grave poso en todas ellas. Traumas que arrastran desde entonces, como el miedo a decir “no” a un trabajo, porque tener un empleo es casi un privilegio, apuntalado por el “no puedo quejarme”

Esther Rodríguez, Patricia Moreno, Beatriz Ureña, Cynthia Peláez y Laura Rabadán.

Las hijas de las dos crisis han sobrevivido. Mucho más despacio que su generación anterior, la X, y la de sus padres, los baby boomers, las chicas millennials (aquellas nacidas entre 1983 y 1993) ven el futuro incierto, con la misma mirada que adquirieron en su adolescencia, bombardeada con titulares pesimistas y cifras en negativo. Cumplieron con todo lo que el sistema les exigía: estudiar una carrera, pagar un máster y dominar tres idiomas. Están, pero no se les ve: siguen en el banquillo esperando su turno.

De ser asalariadas a autónomas, de ser becarias en grandes empresas a la hostelería, su camino ha sido de supervivencia en lo esencial y de disfrute en lo superficial: comprar una casa resulta casi imposible pero viajar a Thailandia está a la orden del día.

Levante-EMV ha reunido a cinco mujeres que rondan la treintena: Patricia, Beatriz, Esther, Laura y Cynthia. Comparten una visión de futuro común: no será fácil, pero lo pelearán. Conciliar el ritmo de trabajo actual con los cuidados de crear una familia es una misión imposible para Patricia. Beatriz lo concibe con “cautela” y además reconoce que vive ahora, tras el covid, con la misma ansiedad que tras la crisis de 2008, sin poder relajarse y ya ha asumido que nunca lo hará. De hecho, como apunta Esther, viven en el cortoplacismo, “no sé pensar en el futuro”, reconoce.

Patricia Moreno, Laura Rabadán, Beatriz Ureña, Cynthia Peláez y Esther Rodríguez

Es una generación que vive al revés; la más culta y diversa, llena de experiencias, pero ligera de equipaje en lo material. Una generación low cost, aunque concienciadas con lo próximo y local. La que más ha costado en términos de inversión educativa, pero de la que menos provecho se ha sacado con tasas de paro indeseables para cualquier gobierno, ya que salieron al mercado laboral entre 2008 y 2013, cuando encontrar un empleo era una utopía y las autoridades animaron a “emprender”.

Muchas lo hicieron. No tanto como una voluntad, sino como una imposición. Laura se frustró estudiando una FP de diseño, así que trabajó en lo que pudo porque solo le interesaba ser independiente y ganar dinero. En el tatuaje encontró una salida y se forjó la marca Larabe, con la que ha encontrado cierta estabilidad económica pero siendo autónoma y sin poder confiar jamás en los ingresos que percibe. Cynthia, sin embargo, está opositando como único camino de prosperidad. Estudió diseño de moda, emprendió con una firma de ropa con la que no consiguió sobrevivir y compagina sus estudios con el trabajo en la hostelería para mantenerse hasta que apruebe el examen a la Función Pública. Esther estudia a distancia psicología con 30 años mientras trata de avanzar con su asociación Dessex, enseñando una correcta educación afectivo-sexual en institutos e instituciones públicas.

Patricia, periodista, ha renunciado en 10 años a dos contratos indefinidos por ser ahora autónoma. “Es la primera vez que llego holgadamente a final de mes, pero trabajo más que nunca”, reconoce. En el caso de Beatriz, salir al mercado laboral en 2013 le dejó pocas opciones así que siguió el consejo de las autoridades: emprendió con Socialize-me. “Comencé sola en 2015 y ya somos seis mujeres profesionales en el equipo”.

Temores arrastrados desde 2008

El periodo de entre crisis ha dejado un grave poso en todas ellas. Traumas que arrastran desde entonces, como el miedo a decir “no” a un trabajo, porque tener un empleo es casi un privilegio, apuntalado por el “no puedo quejarme”. También asegura que se “autoconvenció” de que comprar e invertir en una vivienda no es una buena idea, frente al alquiler, que daba “la libertad”, aunque ahora ve cómo ese pensamiento cambia. Bea ha heredado de esa época el miedo constante a la inestabilidad y la precariedad, y se marca como objetivo a medio plazo “dejar de mirar la cuenta del banco todos los días”. Cynthia ha aprendido que la resiliencia es la clave, saber adaptarse a las circunstancias como una forma de vida. “El mañana es relativo”, señala Laura.

Todas saben lo que es trabajar duro, algo que no tendría por qué diferenciarlas del resto de generaciones si no fuera porque, en ellas, el sistema no las ha acompañado. Les ha gratificado con una oferta cultural y de ocio como no se ha conocido antes, pero no en lo esencial. Todas rondan la edad en la que sus madres ya las criaban a ellas, pero solo Beatriz, de las cinco entrevistadas, tiene en mente evolucionar en los términos clásicos de la palabra: será madre en los próximos meses de Lola, una niña esperada que ha provocado que sus miedos “se multipliquen por mil”.

Seguramente la excepción a una generación que no se resigna, aunque asume, como apunta Laura, a que nunca hay “buenos momentos” para nada. “Seré autónoma toda mi vida y menos mal que lo aprendí de mis padres, que tienen una pequeña empresa, y me han enseñado a ahorrar y a prever los gastos cada tres meses, cuando toca pagar el IVA”, apunta.

“Seré autónoma toda mi vida y menos mal que lo aprendí de mis padres, que tienen una pequeña empresa, y me han enseñado a ahorrar y a prever los gastos cada tres meses, cuando toca pagar el IVA”

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Aquí se abren dos debates: por un lado, lo complicado que resulta ser autónomo en España. Laura recuerda que “hasta hace dos días”, los autónomos no cotizaban el paro; Bea reconoce que tiembla cada vez que ve una noticia sobre la cuota de la seguridad social. Por otro, la eterna comparación con sus padres: ¿esperan vivir como ellos?

No, claro. La palabra millennial adquiere una connotación u otra según quien la pronuncie. Puede ser un látigo con el que los mayores azotan a una generación de “llorones”, que llegaron a calificar de “nini” (ni estudia ni trabaja) pese a ser la más preparada de la historia. Puede ser una etiqueta simpática para todos aquellos que crecieron en la democracia tecnológica y pocos programas o aplicaciones se les resisten. Pero lo cierto es que ellos mismos se sienten cómodos con el calificativo. Son la primera generación que pudieron compararse con el resto del mundo y no solo con su círculo cercano, aunque eso les haya acarreado grandes frustraciones. Es una quinta muy homogénea en lo emocional pero completamente heterogénea en lo laboral; no han ido al mismo ritmo ni han crecido a la vez. Y, por supuesto, nunca llegarán a donde llegaron sus padres.

Cynthia Peláez, Laura Rabadán, Beatriz Ureña, Patricia Moreno y Esther Rodríguez. Fernando Bustamante

Buscar nuevas formas de vivir

"Exprimieron al máximo los recursos económicos, medioambientales y sociales que se les brindaba. Las crisis son signos de debilitamiento no solo de un modelo económico, si no de una forma de vivir. Nuestra generación debe trabajar en configurar su propia idea de vivir bien en un capitalismo en horas bajas, una emergencia climática y un sistema financiero ahogado”, explica Patricia.

Tanto Beatriz como Cynthia han comprobado como sus familias, con mucho trabajo, avanzaron muy rápido adquiriendo una buena posición, con garantías y ciertos privilegios. Fueron años dorados para Cynthia, quien apunta a que las expectativas son “completamente diferentes”.

“Vivimos peor que ellos a nuestra edad, a nivel familiar, económico y emocional. Ellos sentían más seguridad en el futuro, pero no considero que mis padres, con cinco criaturas y un sueldo para siete vivieran bien, pero sorprendentemente compraron una casa y varios coches de segunda mano”, señala Esther. Y concluye: “Ellos podían pedir créditos sin miedo a no poder pagarlos después, es algo que no concebimos nosotros pero tampoco la generación de mi abuela. Debemos aceptar que es necesario retroceder en algunas cosas, retroceder también es avanzar”.

Esa falta de certezas, de no poder contar con que todo irá hacia arriba si no que, en el mejor de los casos, se mantendrá en línea recta, es una sensación permanente en esta generación. Por esa razón, continuar con los planteamientos y objetivos anteriores (comprarse una casa, un vehículo, adquirir una segunda vivienda), no parece estar en la agenda millennial y, muy al contrario, se han visto forzados a encontrar nuevas formas de vivir.

Esa falta de certezas, de no poder contar con que todo irá hacia arriba si no que, en el mejor de los casos, se mantendrá en línea recta, es una sensación permanente en esta generación.

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"No creo que yo pueda darle a mi hija lo mismo que me dieron a mi mis padres”, apunta Bea, aunque su intención es trabajar para lograrlo. En cambio, Patricia es más pesimista y cree que la meritocracia en la que han sido educadas es “un espejismo” en una sociedad desigual, “es una forma de mantenernos con un objetivo que cada vez es más difícil de conseguir y mientras, la máquina sigue en marcha. ¿Quién sale favorecido con eso?”, se pregunta.

Para Esther, “somos las hijas del fracaso”. Eso lo ven, todas ellas, ahora, porque durante los años de crecimiento personal y laboral se llevaron un golpe tras otro. Eso les hace ser ahora más realistas, como Cynthia, que invirtió mucho esfuerzo y dinero en su marca, Mamba Sansano, para terminar renunciando a él. En el caso de Laura, dedicó muchas horas a tatuar sin ningún beneficio económico. Patricia realizó prácticas desde primero de carrera, todas ellas sin ninguna remuneración económica y Bea se sintió la eterna becaria.

Cuando en las últimas semanas las protestas se sucedían en las calles bajo el pretexto de la libertad de expresión, sociólogos y periodistas avisaron de un hecho que no se estaba reflejando: los altercados escondían un malestar generalizado con el sistema. Con todo tipo de perfiles en estas concentraciones, una cuestión era común a todos ellos: no se sentían representados. Aunque ninguna de las cinco entrevistadas participó en estas marchas, todas coinciden en sentirse abandonadas por la clase política, solo salvando el progreso en los derechos sociales que ha promovido la izquierda en España. En el resto de asuntos, “es desolador”, y “aún peor para nuestra generación posterior”, señala Beatriz. “Nos hemos reinventado, hemos trabajado gratis, nos hemos formado por encima de nuestras posibilidades y sabemos cómo ganarnos el pan”, señala. Pero, como apunta Cynthia, “no creo que sean totalmente conscientes de cómo nos han afectado estas dos crisis”, a juzgar por las escasas políticas que se han aplicado. “Me da vergüenza”, zanja Laura, y Esther concluye: “Evidentemente, no somos una prioridad”

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