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Mujer migrante: Del techo de cristal al suelo embarrado

Marisol Nchana narra su experiencia en València desde que llegó de Guinea Ecuatorial hace ya dos años

Marisol Nchana. Daniel Tortajada

Ellas luchan por conquistar el suelo embarrado y convertirlo en una superficie lisa. Para las mujeres migrantes el techo de cristal está a demasiada altura. Se reconocen feministas y «trabajan» los términos de empoderamiento y sororidad. Su discriminación es doble: por ser mujer y por ser migrante. Una exclusión doble M, que se convierte en triple cuando, además, son madres.

El espacio reservado para las mujeres migrantes está entre las paredes de un hogar que no es el suyo. Para limpiar o para cuidar. A mayores o a pequeños. Internas, sin salir del domicilio en el que trabajan, o en una habitación alquilada ante un sueldo precario. En la mayoría de ocasiones, sin contrato y por un salario de miseria. Si carecen de papeles se vuelven invisibles. Si son víctimas de un delito no se pueden acercar a la comisaría, no sea que salgan de allí con una orden de expulsión.

No sería la primera vez y ni la denuncia pública en los medios, ni el apoyo de entidades sociales o del Defensor del Pueblo ha variado esa situación. Que denuncien en el juzgado es una opción que la mayoría desconoce. Expuestas e indefensas, mientras esperan una regularización que ni está ni se espera, luchan cada día por un mínimo: una vida digna y en igualdad de condiciones, entre hombres y mujeres; y entre el resto de mujeres y ellas.

Si sus rasgos son «demasiado» racializados el empleo se complica. ¿De qué color eres? Esta pregunta es frecuente en un primer contacto por teléfono para una entrevista de trabajo. Cuando dejaron sus países se creyeron empoderadas al iniciar una nueva vida en solitario en un país desconocido. Muchas huyeron de un machismo que hoy también encuentran en esta misma tierra. Un sistema patriarcal que no entiende de fronteras.

Marisol Nchana es una de esas mujeres. Se presta a la fotografía porque está pendiente de acceder al permiso de trabajo y esa media cuartilla blanca le da cierta libertad que otras no tienen. Habla despacio y sabe muy bien cuál es su objetivo. Es el mismo con el que llegó a València hace ahora casi dos años: conseguir un hogar para poder traer a sus hijas.

De momento, vive en una habitación alquilada, en Benetússer, por 150 euros al mes. Trabaja cuatro días a la semana limpiando una casa donde la «tratan bien» y así consigue 650 euros . «Hasta me compraron una tarta por mi cumpleaños y tuve regalos», explica emocionada. La cara le cambia. Hacía décadas que no lo celebraba. Y es que las mujeres migrantes, las que viven en el suelo embarrado y mantienen la base social, no tienen tiempo para ellas. Ni ocio, ni diversión, ni cuidados propios. Paga la habitación, compra la comida que necesita y envía el resto a sus hijas y a su madre. Si habla de sus hijas se emociona. No quiere llorar, pero llora. No tuvo otra opción, pero le pesa. Y eso que sus hijas la animaron a irse, a huir de una expareja que la maltrataba y le repetía de forma constante lo poco que valía, lo mala que era, el asco que le daba. Dejó a ese hombre (que nunca reconoció a las niñas) y llevó sus hijas con su madre. Vendió lo poco que tenía, se despidió de su empleo, reunió los 600 euros que le costó el billete de avión desde Guinea Ecuatorial y llegó a València con lo puesto. No le hizo falta ni maleta.

Marisol se decidió a dejar lo que más quería por la promesa de un futuro mejor. Le dijeron que en València la ayudarían. Le dieron una dirección a la que dirigirse, donde podría vivir. Aguantó allí tres meses. No relata lo que allí pasaba, solo dice que el trato «era inhumano». Eso sí, aclara lo que la mente dibuja sin decirlo. «Nunca me he prostituido, algo que lamentablemente es la única opción para muchas mujeres negras. Y espero no tener que hacerlo nunca. Porque ni para limpiar nos quieren, como si las mujeres negras fuéramos menos que el resto», explica.

La salvación Arrupe

Y entonces habla de quienes la sacaron de ese infierno: el centro Arrupe, del Servicio Jesuita Migrante (SJM). «Un día recorrí la ciudad entera buscando ayuda. Debía salir de esa casa. Entré en el centro Arrupe y me atendieron, me escucharon, me buscaron alojamiento (en un colegio de monjas) y me salvaron», afirma. Allí es donde aprendió a empoderarse. Y a sonreír. Como tantas otras.

Su primer trabajo fue en una casa interna, igual que están ahora una mayoría silenciosa. Habla de racismo y de una piel que parece dejar vía libre a los insultos y las vejaciones de quien paga sobre el que cobra. No se podía quejar, ni protestar. «Ni descansar me dejaban», afirma.

Marisol es hoy una mujer muy diferente a la que llegó hace dos años. En 2020 agarró muy fuerte la pancarta del 8M junto a las mujeres de su asociación. Hoy sabe que la pandemia ha dejado de nuevo invisibles y vulnerables a las mujeres como ellas, las que sufren discriminación doble o triple M.

Solo hay papeles con un contrato anual de 1.050 € al mes y 40 horas semanales

Solo hay un sector donde las mujeres migrantes encuentran trabajo: el de hogar-cuidados. Eso sí, sin contrato y con sueldos de miseria. Para poder regularizar la situación de los migrantes que carecen de «papeles», la Ley de Extranjería exige un empleo de 40 horas a la semana, con un salario de 12.600 euros brutos al año (1.050 euros al mes) como poco, un imposible para cualquier nacional en tiempos de crisis económica. 

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