Vuelven a aparecer en el viejo cauce del río Túria las chabolas donde unos indigentes y desamparados han construido sus rudimentarias casas y en muchas ocasiones se trata solamente de tiendas de campaña donde pasar la noche los inmigrantes que no han conseguido un albergue o no están conformes sus horarios con los marcados en tales establecimientos.

Pero hasta hace cincuenta y ocho años en este antiguo cauce -hoy suprimido como tal por la creación del llamado Plan Sur- ya existían las chabolas donde vivían centenares de familias que, si bien muchos de sus titulares tenían un trabajo, la escasez de viviendas en la ciudad les impedía acceder a un piso en alquiler, lo que se fue superando en las décadas de los cincuenta y los sesenta, en buena parte por la labor del arzobispo Marcelino Olaechea a través del Banco de la Virgen de los Desamparados y la Tómbola Valenciana de Caridad, así como por el empuje que supuso la entrega del sacerdote Joaquín Sancho (el Padre Botella), que con la recolección de vidrios usados logró unos recursos y ahí está su resultado, lo mismo que los proyectos del Ministerio de la Vivienda, en especial en tiempos del valenciano Vicente Mortes Alfonso.

Aquellas chabolas resultarían hoy increíbles, como lo son las que han establecido los nuevos inmigrantes. Estaban hechas con planchas de lata, con ladrillos adosados, y con los materiales más insospechados. Prácticamente, formaban un solo recuadro, donde pernoctaba toda la familia, y cuando el tiempo no permitía guisar y comer al aire libre aquel reducido recinto hacía también las veces de cocina y comedor. En jornadas con sol, estas tareas se hacían fuera de la chabola.

No hace falta decir que muchas de las actividades personales e íntimas, como lavado y otras fisiologías, se efectuaban allí, en el propio terreno del cauce, aprovechando el agua de la corriente del Túria que se llevaba hacia Nazaret y al Mediterráneo los desechos humanos.

Los allí residentes no estaban, lógicamente, censados, y aquellas pseudoviviendas no estaban consideradas oficialmente, por lo que el número exacto de las mismas nunca se supo; pero fueron varios centenares -se aseguró que casi un millar de chabolas- porque un funcionario municipal fue expedientado porque clandestinamente visitaba diariamente a los chabolistas y les cobraba una peseta por vivienda; se le expulsó del empleo.

Y llegó el día de San Miguel, el 29 de septiembre del año 1949, y el río se desbordó; no llegó a superar los pretiles y puentes -como ocurriría ocho años después- y no inundó las calles de la ciudad; pero sí que se llevó por delante los centenares de chabolas y, si bien muchos de sus habitantes pudieron escapar llevándose las pertenencias que consiguieron recoger, otros varios -nunca se pudo saber cuántos, por la falta de reseña de sus nombres- perecieron arrastrados por las aguas del Túria.

A raíz de aquel desbordamiento se adoptó una decisiva medida, que fue prohibir totalmente la creación de otras viviendas rudimentarias en el viejo cauce; de lo contrario, como ocurrió cuando la riada de 1957 la catástrofe habría alcanzado aún mayores proporciones. Y se tomó en serio la construcción de viviendas -modestas o no- en número suficiente para que aquella costumbre de las chabolas desapareciera; y, si bien permaneció un tiempo la existencia del llamado realquiler, también éste ha ido desapareciendo con los años.

Que las nuevas chabolas desaparezcan cuanto antes y los que han encontrado en ellas una tabla de salvación dispongan pronto de un techo suficiente.