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el mirador

La Fugacidad del tiempo, de la vida

Quién esto suscribe recuerda que cuando fundó la revista comarcal Crònica, al final de 1987, un maestro de periodistas me advirtió sobre la importancia de permanecer, viendo pasar alcaldes, uno tras otro. Y así fue, hasta que por imperiosidades de salud, que no vienen al caso, tuve que apearme de aquel barco.

La locución latina Tempus fugit nos revela la incuestionable fugacidad del tiempo. Atribuida a un verso de las Geórgicas del poeta Virgilio. Para mí la globalización en este asunto cultural y musical comienza en la adolescencia con la muerte de tres iconos, Janis Joplin, Jimi Hendrix (ambos en 1970) y Jim Morrison (The Doors, en 1971). Fueron tres de los primeros cadáveres jóvenes que empezaron a poblar el panteón de mitos del rock o el club de los 27 años, iniciado por el rolling Brian Jones, en 1969, cuya lista cierra por ahora la inglesa Amy Winehouse (2011). Lo del accidente en avioneta de Buddy Holly, acompañado de Ritchie Valens, en 1959, me pilló aún a gatas, como quién dice.

Esa huida irreparable del tiempo resulta de vértigo. A muchos de los que crecimos con la cultura del rock como bandera, el paso de la vida está marcado por el día en que murió? En agosto de 1977, en un chalet de un familiar, por la radio escuché la de Elvis Presley. En 1980, preparando el guión del programa que realizaba en Ràdio Ontinyent, Músicas modernas, escuché que un perturbado asesinó a las puertas de su apartamento neoyorkino al ex beatle John Lennon. Lo de Sid Vicious (1979), de Sex Pistols, fue como el punk: rápido, estruendoso, provocador y fin. No así su influencia. El manotazo canceroso que derribó en 1981 a Bob Marley me pilló en el exodus de Valencia a Ontinyent.

Dos cadáveres de «la movida» que pasaron por la Nit de rock del Clariano en Ontinyent, allá por 1982, fueron los de dos Pegamoides de Alaska, Eduardo Benavente (1983) y Carlos Berlanga (2002). La muerte en 1990 de nuestro rockero mas genuino, Bruno Lomas, de Xàtiva, nos cogió en caliente, apenas unas semanas después de compartir con él canciones en el escenario y whisky en su camerino. Fue en una fiesta sesentera en la OTK de Ontinyent, organizada por su alma mater, Luis Martínez (con su ausencia nos dejó una cicatriz en el costado).

Freddy Mercury (1991), su muerte me cayó por el aire, leída en un diario mientras volaba a Casablanca, donde esperaba encontrar a Humphrey Bogart e Ingrid Bergman o al menos al capitán Renault. Por las mismas fechas se produjo una muerte anunciada, pero que fue poco divulgada, la de Johnny Thunders. Más eco mediático tuvo la de Kurt Cobain (Nirvana), en 1994. Con la caída de Joey Ramone (2001) empezaría el fin de los Ramones.

En los últimos años, las muertes de celebridades del rock se han ido sucediendo con pasmosa normalidad, la del beatle George Harrison (2001), no así la de gran alcance en internet, Michael Jackson, cuya muerte, en 2009, fue como su vida, todo un espectáculo. Willy de Ville (2009), el bluesman Joe Cocker (2014). Hasta llegar al pasado lunes, en que un flash de última hora me anunciaba la muerte de uno de uno de los últimos «héroes» musicales, David Bowie. El eterno gentleman camaleónico, el del fin, seguramente, de una era en la que el rock fue «rebel, rebel». Aprovecha el momento, el tiempo vuela, pero no siempre.

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