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Los últimos "masovers" de la Vall d’Albaida

El autor rescata experiencias que vivió en primera persona antes de emigrar a un entorno urbano

Imagen con la que Pep Mollà ilustra su libro. | LEVANTE-EMV

Se crió hasta los 15 años en una casa de «masovers» de Ontinyent, ha labrado con «matxo i forcat» y fue testigo directo del ocaso de una forma de vida tan dura y esclavizada como autosuficiente e integrada con la tierra, que se esfumó por completo de un día para otro, al calor del gran éxodo rural de iniciado hace seis décadas. La mecanización agraria brindó a los masovers, que vivían en una explotación al servicio de un «amo» y cultivaban las tierras a cambio de una retribución o de una parte de los frutos, el ansiado pasaporte a una vida mejor, pero a la vez les condenó a la extinción. De los rescoldos de una realidad que ya no existe, Pep Mollà i Dòria ha rescatado los hábitos de trabajo, las herramientas y unas formas de existencia hoy ya ignoradas por la mayoría de la población, asegurando así que la memoria de esta especie de trabajadores que se ha quedado sin ejemplares en la Vall d’Albaida perdure para siempre.

En «Masovers», Mollà plasma las vivencias y sentimientos de su infancia en la masía y de una adolescencia marcada por la emigración a la vida urbana, en el contexto de un proceso en el que todos los masovers abandonaron su residencia en las explotaciones agrícolas para cumplir el gran sueño de establecerse en un entorno urbano. El autor, miembro del Institut d’Estudis de la Vall, identifica alrededor de medio centenar de antiguas masías que en este tránsito entre dos realidades tan distintas desaparecieron para convertirse en casitas de segunda residencia y dar forma a lo que ahora es el diseminado de Ontinyent.

Mollà invita a situarse en un contexto histórico en el que una frase «cruel» se le quedó grabada a fuego en la mente: «El que vale vale, y el que no, ‘llaurador’». «Esa idea caló mucho en la gente. Los padres que vivían en las fincas nos inculcaron a los hijos que había que salir de allí porque iba a sobrar gente y no iba a haber ningún porvenir», explica el autor. Como ahora ocurre con la digitalización, la introducción de tecnología moderna expulsó a muchos agricultores del campo, ante el convencimiento de que había una excesiva mano de obra. A esta circunstancia se sumó la inauguración en 1964 del servicio de transporte escolar y del colegio Rafael Juan Vidal. Dos autobuses permitieron a un centenar de niños que vivían diseminados por el campo de Ontinyent llegar a la escuela y convivir con otros alumnos de su edad cuya vida se desarrollaba en el municipio. «Los compañeros te pintaban la vida urbana como mucho más cómoda y cuando ves que quien tienes la lado vive mejor tú quieres algo así», apunta Mollà.

El libro recupera el día a día de quienes no dejaban sus tierras salvo urgencia. De quienes sufrían unas condiciones de vida «muy duras»en fincas sin luz, ni agua corriente. «Se pastaba y se hacía el pan en el horno moruno y se guisaba con leña», recuerda el autor. Regirse por un horario laboral era una quimera, porque desde el amanecer hasta el anochecer apenas había tiempo para otra cosa que no fuera el trabajo. «Eso no quiere decir que haya que ponerse tremendista», matiza Mollà, porque «también había momentos de distensión y de hacer vecindario», ahonda.

Una vida sin tantas prisas

«La del masero era una vida muy aislada y poder tener contacto con los vecinos por las tardes o juntarse a jugar la partidetase valoraba mucho. Eran una serie de cosas que en la vida de ciudad eran más difíciles», incide. Él, que ha probado las dos realidades, observa en la vida urbana un estrés y una sensación de estar «siempre corriendo a las cosas» impensable en las masías, donde destaca los componentes humanísticos y de autosuficiencia. «El llaurador podía ponerse un día más tarde y otro día estar trabajando a las doce de la noche», apunta. «Las personas eran menos dependientes que hoy. Aunque vivieran en una masía perdida eran capaces de solventarse todos los problemas que iban surgiendo. Hoy si se funde una bombilla somos capaces de llamar al electricista. Tenemos mucha más preparación para nuestro oficio, pero menos visión de conjunto para cubrir las necesidades», sentencia.

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