El pasado miércoles era 13 de noviembre. Hace cuatro años, esa misma fecha de 2015 caía en viernes. Yo estaba en París. Un congreso de homenaje a Marie-Claude Chaput, profesora de literatura española en la Universidad de Nanterre. Se jubilaba Marie-Claude y allí andábamos la gente cercana a cumplir con el rito de la amistad insobornable. Aquel viernes acabamos las sesiones de trabajo y Jean-François Carcelen, gran amigo y profesor de Literatura Española en la Universidad de Grenoble, me preguntó si conocía la Rue de Lappe. No la conocía. Pues vamos y luego tomamos algo para cenar. Eso hicimos. La Rue de Lappe: garitos, restaurantes, memorias cruzadas de tiempos antiguos, a codazos andas sin poder pararte a mirar si lo que acabas de pisar es un vaso abandonado a su suerte o el zapato que ha extraviado el pie al que hace un rato pertenecía. Una pasada de calle. Caminamos luego un poco y nos sentamos en una pequeña terraza. Una cerveza. Una botella de Perrier. Hacer tiempo hasta una cena un poco tardía para los horarios franceses. El ambiente por Bastille es de fin de semana. A tope ese ambiente. Pasan unos coches con sirenas. No sabemos si son ambulancias o de la policía, y eso que la calle es muy estrecha. Luego otros coches con los cristales oscuros. Policías en moto. Sirenas. Miramos el teléfono móvil. Atentados en París. Muertos. Pocos detalles de lo que sucede. Son poco más de las nueve y media de la noche. Un frío que hiela donde toca. Tenía Jean-François el hotel cerca de la rue de Lyon. Yo corro al Metro. Trasbordo en Châtelet y seguir hasta la Cité Universitaire. El puto miedo llenándolo todo con un estruendo de sirenas enloquecidas.

En la terraza del café La Belle Équipe, a unos cuatrocientos metros de donde estábamos nosotros, habían muerto diecinueve personas, ametralladas por los yihadistas del Estado Islámico.

Hasta casi dos años después no quise volver al sitio de aquella noche. Ya había abierto de nuevo el café, en el 92 de la Rue Charonne. La terraza estaba llena de gente, como aquel viernes 13 de noviembre. Hice el mismo recorrido de entonces. Las mismas calles, los mismos runrunes a las puertas de los cafés con sus mesitas bien alineadas: pero era como si «aquel lugar maravilloso, lleno de misterio», que contaba Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas, se hubiera «convertido en un lugar oscuro». Ahora han pasado cuatro años desde aquella noche. No he vuelto a aquellos sitios desde el regreso que les acabo de contar. Las sirenas no han desaparecido de mi memoria. Toda la ciudad de París era un concierto incansable y agudo que entraba por las ventanas de la madrugada y convertía el sueño en una insoportable pesadilla. De todo lo que fueron aquellas horas algo se ha quedado en el borrón necesario del olvido. Pero lo que no se irá nunca de mi cabeza es que, al día siguiente de aquellos atentados que dejaron en París casi ciento cuarenta muertos y más de cuatrocientos heridos, el presidente François Hollande ordenó bombardear Siria. El horror, como escribía Joseph Conrad. El horror.