No sé en cuántas competiciones somos en este país los campeones. Lo que sé es que hay una de esas competiciones de las que tenemos una vitrina llena de estrellas Michelín: la del olvido. Lo de ayer es ya como un grabado en piedra de las cuevas de Altamira. Lo que pasó esta mañana es como si hubiera sucedido hace un año por lo menos. La razón es muy sencilla: la memoria suele ser más dolorosa que el olvido. Pero si me dan a elegir, como cantaban Los Chunguitos, yo me quedo con la memoria.

Hasta hace unos días, los balcones se llenaban de aplausos para mostrar esa gratitud infinita a las gentes de la sanidad, y a otras que, como ellas, se desvivían, poniendo en riesgo sus propias vidas, para que el bicho nos hiciera el menor daño posible. Luego llegó el más o menos leve desconfinamiento y con él la sensación absurda de que el alacrán se había convertido en una mosquita con la que acabamos de un simple paletazo en la hora de la siesta. Los miles de muertos, los miles de contagios, las despedidas familiares en una soledad infinita: todo formaba parte ya de un tiempo que a ratos parecía una de aquellas viejas batallitas del abuelo cebolleta. Se acabaron los aplausos solidarios en los balcones y las calles se llenaron de banderas, de himnos patrióticos, de cacerolas recién compradas para golpear con ellas el dolor de tantas familias destrozadas. No les importa, a los de las sartenes de marca y palos de golf, ese daño ya irreparable: sólo la férrea voluntad de tumbar un gobierno que, con sus aciertos y sus errores en la gestión de la pandemia, fue elegido democráticamente en las urnas. Cambiar muertos por votos es una vergüenza que desdice la condición más noble de lo humano: compartir el dolor con quienes lo sufren y que con toda seguridad no lo van a olvidar mientras vivan.

Hace unos días se murió Juan Genovés, uno de los grandes artistas más universales que desde València, donde nació, extendió su obra más allá de todas las fronteras. Su obra más conocida se titula El abrazo y se refería al encuentro de los presos políticos del franquismo con sus familiares y amigos a la salida de la cárcel. Luego llegó la Transición y se quiso convertir esa obra en un símbolo del consenso que finalmente llevaría a la Constitución de 1978. La realidad no era así. Los personajes de El abrazo no son una mezcla de quienes aplaudíamos en los balcones y quienes salen cada tarde con sus cacerolas a cargarse al gobierno encabezado por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Los personajes de El abrazo que, muy parecidos a los originales, se levantan en la plaza madrileña de Antón Martín como homenaje a los abogados laboralistas del PCE y CCOO asesinados de Atocha por una banda fascista en enero de 1977, son quienes habían padecido la represión de la dictadura y exigíamos su salida de la cárcel sin pensar que la futura Ley de Amnistía iba a igualar impunemente a víctimas y verdugos de aquella dictadura.

Hemos de recuperar los aplausos en los balcones, a las puertas de los hospitales, en las calles a la hora pacífica y feliz de los paseos. Hemos de seguir defendiendo el bien público y común frente a quienes vestidos de domingo, con los violentos forzudos de España 2000 de guardia pretoriana, gritan desaforadamente el triunfo de lo privado que, como siempre, llena de privilegios a los más ricos. El bicho no admite tregua de ninguna clase. Por eso no deberíamos ser los campeones del olvido y sí los campeones de la memoria. Y, también por eso, frente a las cacerolas, los himnos y las banderas que desprecian el dolor que sigue entre nosotros, hemos de recordar esos versos inolvidables de Leonard Cohen: «Alguien me dijo que pidiera un deseo / Y yo deseé un abrazo». Aquí están los míos este domingo. El más fuerte para Juan Genovés, ese pequeño gran artista que nos acaba de dejar hace unos días. Los otros van por ustedes, en los balcones, en los paseos solos o en familia, a las puertas de los hospitales. Donde sea. Pero abrazándonos con aplausos bien fuertes para que las gentes de la sanidad y otras como ellas sepan que aún estamos con ellas, que aquí vamos a seguir sin que nadie nos mueva, que no las olvidamos.