“Cuando canto a gusto la boca me sabe a sangre”, sentenció la flamenca Tía Anica “La Piriñaca de Jerez” a José Manuel Caballero Bonald, quien fue un enamorado del cante flamenco, del mundo taurino y la poesía. Tres disciplinas artísticas que requieren un alto grado de valentía para herir los límites impuestos por la condición humana y obrar el milagro de producir ese sentimiento eléctrico y espontáneo que aporta la emoción.

La misma valentía tuvo Caballero Bonald para, cuando finalizó su trabajo en la Bienal Hispanoamericana de Arte, pedir hospitalidad a Francisco Moreno Galván antes que solicitar ayuda a su padre. Porque el sueldo apenas le llegaba para pagar la habitación en su hospedaje en Madrid y comer irregularmente un par de semanas. Pero para enjuagar el ambiente de su inestabilidad y convencerse de su escritura, envió a su casa reseñas sobre Las adivinaciones (1952) que habían hecho Gerardo Diego, Camilo José Cela o Fernández Almagro.

Esa osadía también la tuvo el escritor jerezano de joven para reconocer en las páginas de su Tiempo de guerras perdidas (1995), “ciertos vicios” en las obras de sus poetas predilectos: “La inmanente cursilería de Juan Ramón Jiménez, la autocompasión engorrosa de Cernuda, las incursiones de Guillén en algún que otro ripioso secarral, los amaneramientos retóricos de Lorca en la invención de una mitología andaluza; o el mimetismo de coplero de Alberti”, escribió. O para despreciar los “protagonismos enfáticos” de Hemingway en los más “tipificados reductos del costumbrismo español” como las corridas de toros, los sanfermines y las remembranzas bélicas en las tabernas del viejo Madrid.

También tuvo entereza de meter los dedos en la llaga del flamenco, “un arte marginal” -como él mismo lo definió- que le enamoró hasta tal punto de realizar dos obras monumentales para entenderlo: el libro Luces y sombras del flamenco (2006) y la discografía con 71 piezas de Medio siglo de cante flamenco (1988): “El flamenco no puede ser ya el mismo que fue hace apenas medio siglo: es otra cosa, responde a otros trámites culturales, a otro clima social, a otras demandas. El flamenco ha perdido su raigambre, su presunto sentido ritual, lo cierto es que continúa haciendo gala de su legítima y extraordinaria capacidad para reinventarse a sí mismo”, sentenció.

Sin embargo, en su Examen de ingenios (2017), aclara que Antonio Mairena logró recuperar las enseñanzas de los míticos pioneros flamencos porque “conocía sus vías de desarrollo a través de las grandes casas cantaoras de Jerez y Triana, Lebrija y Utrera, Alcalá y Morón, los Puertos y Cádiz”.

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Por último, Caballero Bonald, de padre cubano y de madre perteneciente a una rama de la familia del vizconde de Bonald -filósofo tradicionalista francés-, también tuvo el coraje de aficionarse a los toros. Curro Romero y Rafael de Paula protagonizaron las tardes más emocionantes que presenció. En su Examen de ingenios, define el toreo del maestro del barrio de Santiago de Jerez como “una belleza enigmática, por momentos difusa, que se intercala en la lidia y la convierte en un episodio artístico de intrincada seducción”. Asimismo, en el artículo “Del ritual del miedo” que firmó en la Revista Quites de 1983 y que también está recogido en el libro Sentimiento del toreo (2010), de Carlos Marzal, expone su visión clara, precisa y humana sobre la tauromaquia: “Cuando no se trasmite al espectador esa previa sensación de lucha contra el miedo, solo se percibe la trampa: la noción de una intrepidez insensible y arbitraria, despojada de emociones”.

Intelectualmente estamos muy lejos del gran poeta jerezano, pero sentimentalmente estamos muy próximos. Porque el premio Cervantes de 2012 tuvo una vida marcada por la emoción. Esa que aporta el flamenco, los toros y la poesía.