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MÚSICA CRÍTICA

Eterna perpetuidad

Eterna perpetuidad

Inacostumbrados, puntuales y pequeños desajustes en algunas entradas de la sección de metales (como en el inicio y final del lento segundo movimiento de la Sinfonía del Nuevo Mundo) en absoluto emborronaron la elevada calidad técnica de un concierto en el que la Orquestra de la Comunitat Valenciana volvió a dejar constancia de la categoría de sus atriles y secciones. En el podio, su titular, James Gaffigan, lideraba un programa agudamente planteado, con la vista dirigida al espacio (A la busca del más allá, la obra menos rodriguera del catálogo de Joaquín Rodrigo); a Extremo Oriente (Shéhérazade de Ravel), y al Nuevo Mundo, en la sinfonía más conocida de Antonín Dvořák.

Gaffigan (Nueva York, 1979) desborda entusiasmo, energía, competencia y buenas vibraciones sobre el podio. Es el característico director estadounidense, en la línea de Conlom, Tilson Thomas, Andrew Litton o Leonard Slatkin. En el escenario no es precisamente el más elegante, y expresivamente carece de la fascinación de los grandes, de Levine, Bernstein o Maazel. Tampoco quien escribe es ni será Eduard Hanslick, Adolfo Salazar o Enrique Franco. Pero el neoyorquino, que acaba de ser nominado titular de la Komische Oper de Berlín, sí es músico de fino oficio, comunicativo, claro concertador y fiel a la música y a los secretos de la partitura. Lo que está escrito va a misa.

Este cúmulo de virtudes, sumado a la espectacular prestación de la OCV, hizo que la música «aeroespacial» de A la busca del más allá, el poema sinfónico que Rodrigo compuso en 1978 por encargo de la Sinfónica de Houston para conmemorar el Bicentenario de la creación de los Estados Unidos encontrara el viernes su mejor versión; cita del himno estadounidense incluida, casi a lo Madama Butterfly. Gaffigan mimó y narró con esmero alquimista los entresijos de la partitura, e hizo que los mejores solistas lucieran lo mejor. Impresionante solo de corno inglés. De otro mundo la flauta de Magdalena Martínez -excepcional coprotagonista de la noche-, como también la flautín y el arpista solista invitado, José Antonio Domené, de caudaloso y afinado sonido.

Ravel y su tríptico mágico Shéhérazade requieren infinitas dosis de fantasía, efusión, sutileza y calidad instrumental. Gaffigan se volcó en una versión suntuosa y detallada más que excelsa o enigmática, como la que hace ya tantos años (1997) brindó Gianandrea Noseda con la Orquestra de València, inferior en calidades pero superior en sugestiones y vuelo. Si Noseda contó entonces, en el Palau de la Música, con la colaboración solista de la inmensa Frederica von Stade, Gaffigan tuvo a la mezzosoprano sanpetersburguesa Anna Goryachova como voz para cantar y declamar los versos originales de Tristan Klingsor musicados por Ravel a la sombra de Las mil y una noches y de la obra maestra de Rimski-Kórsakov.

Cantante de formidable voz y enorme presencia escénica, Goryachova se quedó a las puertas del misterio que en su día desvelaron Victoria de los Ángeles, Régine Crespin, Von Stade, Teresa (Berganza, ¿cuál si no?) y algunas otras grandes-grandes. Entendió el tríptico raveliano como una obra operística -verista si aprietan- más que como un mundo nuevo y diferente, seguidor de Debussy -mal que le pese al propio Ravel- y de la Mélodie. La Goryachova cantó maravillosamente, sí, y cosechó un éxito inapelable. Pero el «Asie, Asie, Asie. Vieux pays merveilleux des contes de nourrice…» del comienzo siguió tan remoto al espíritu de la escritura raveliana como el resto del prodigio. Prodigiosa sí fue, desde todas las perspectivas, la flauta de Magdalena Martínez. Y no solo en la central «La Flûte enchantée», sino desde la primera a la última nota. En absoluto exageró Gaffigan cuando al final, nada más acabar el sortilegio, abandonó el podio para acercarse al atril de la solista valenciana, levantarla y darle un abrazo de aquí te espero.

La Sinfonía del Nuevo, que solo una semana antes ya había tocado la Orquestra de València en la Lonja de la Seda, encontró en manos de Gaffigan y los virtuosos de Les Arts una versión vibrante y plena de luminosidad y nervio. De nuevo, la corno inglés cantó con efusión y calor su maravilloso solo del segundo movimiento. Como la estupenda flautista solista invitada, que salió triunfante en el brete de reemplazar a Magdalena Martínez tras la proeza obrada por la «Caballé de la flauta» en la primera parte del programa. Todas las secciones sin excepción -¡qué contrabajos!, ¡qué percusión!, ¡qué cuerda!-, incluidos los metales en su comentado desajuste puntual en el siempre arriesgado coral del Largo, brillaron a enorme altura. También la asombrosamente mejorada acústica del Auditori. Y, desde luego, un público plagado de jóvenes que casi colmó la 1.500 localidades. El justificado entusiasmo de todos al final del concierto alegra y habla de la eterna perpetuidad de esto que hemos convenido en llamar «música clásica». ¡Maravilla!

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