Inolvidables

Juan Marsé: imborrable memoria del niño del Guinardó

Un recuerdo del irrepetible autor de 'Últimas horas con Teresa', desaparecido hace tres años pero que dejó una profunda huella de ternura y talento literario.

Marsé en 1959, en la que era su habitación en la casa de sus padres.

Marsé en 1959, en la que era su habitación en la casa de sus padres. / Cedida

Juan Cruz

Juan Cruz

Juan Marsé hablaba como si dentro de él estuviera escondida una novela en la que todo era real. El silencio era parte de su secreto, y la amistad era lo de dentro de una superficie abrigada de un muchacho que tuviera varias vidas por contar.

Pasó a la historia, por algunas confesiones, por algunos libros, como si fuera un adulto enfadado, pero jamás dejó de ser aquel chiquillo que, al morir, hizo tres años este dieciocho de julio, dejó no solo memoria literaria, enfado por un país que fue cruel y que seguía siendo contradictorio, sino que además tenía el alma y el corazón de alguien que nunca terminó de creerse adulto.

Tenía 87 años y dejaba atrás, con sus hijos, Berta y Sacha, con su nieto, Guille, con su mujer, Joaquina, libros imprescindibles para entender la historia de España, de tiempos crueles y de épocas más bonancibles, así como algunos juguetes que le servían de amuleto en un sitio de trabajo que hasta hace poco tiempo seguía intacto.

Hasta que su hija Berta, también escritora, se decidió a hurgar en la parte interior del escritorio y halló aún más secretos, manuscritos que reflejaban su pasión por contar, recuerdos de distintas épocas y, al menos, una fotografía en la que él tiene veinte años, está en la casa de sus padres y mira al frente con los ojos que lo acompañaron siempre. Los ojos llenos de preguntas.

Para responder a esas preguntas escribió, desde 'Últimas tardes con Teresa', la obra que dejó atónitos a los que pensaran que aquel era, tan solo, un joyero que además trabajaba como si fuera un científico en París, hasta aquella crónica escalofriante de la posguerra (Un día volveré), en la que Barcelona, qué sitio si no, se duele del frío y de la pólvora que marcaron el porvenir de un país roto cuando él era un adolescente de incierto pasado.

Ese incierto pasado, en el que él fue huérfano, recogido por el azar de la vida por quienes luego serían sus padres, marcó su literatura, su historia y hasta su ternura. Era un ser humano lleno de secretos, algunos de los cuales fueron parte de sus libros, hasta el último instante. En esos tiempos que precedieron a su muerte, y que su hija Berta ha contado recientemente, tenía el temor de molestar a quienes lo cuidaban, les pedía perdón por las molestias, y también animaba a sus amigos de lejos por si en ellos habitaba también el temor de la época, el maldito virus.

Hijo directo del escalofrío de España, no presumió nunca de su erudición literaria, como si se guardara el secreto de su sintaxis en un cajón del escritorio, pero todo lo que tocó como escritor es lo que también le sobresalió en su autobiografía. 'Últimas tardes con Teresa', su obra más alabada, nació, me dijo el primero de enero de 2020, de tres novelas que estaba escribiendo. “Tú sabes”, me explicó por carta, “que detrás de una novela suele haber otras novelas, y en mi caso fueron tres. En un horizonte de lecturas que entonces, cuando empecé a escribir la novela, tenía ya bastante lejano, persistían dos libros y una película: 'El rojo y el negro', de Stendhal, 'La princesa Casamassima', de Henry James, y 'Un lugar en el sol', la versión cinematográfica de la novela de George Dreisler 'Una tragedia americana'. Y lo curioso del asunto”, me siguió diciendo Marsé, “no había leído esa novela, su fuerza me llegó mediante un artículo del crítico norteamericano Lionel Trilling publicado en su libro de ensayos 'Una imaginación liberal'. Lo dicho. Detrás de un libro siempre hay otro libro”.

Marcado por una enfermedad que lo llevaba al hospital casi cada día escribía o llamaba, casi a diario, cada semana, a aquellos que él consideraba que estuvieran sufriendo la incertidumbre de la época, igual que en otros tiempos llamaba para reírse de lo que ocurriera o para saber del porvenir del país en todas sus facetas. Un muchacho con un juguete que jamás se le rompía, y ese juguete era la ternura.

De todos esos recuerdos debo compartir uno que saltó en medio de una conversación que propicié entre él y la cineasta Isabel Coixet en el restaurante Vía Véneto de Barcelona por estas fechas de 2007. Atardecía, él jugaba con los restos de la fruta, y mirando aún hacia el mantel que nos unía decidió hacer este recuento, poniéndole música al recuerdo.

Hablábamos de la identidad. Y él dijo: "Eso de poner tanto énfasis en las señas de identidad de uno... Fíjate la experiencia que acabo de vivir, por si aún me quedaba alguna duda con respecto a esa dichosa identidad. Tiene que ver con mi origen, con mi nacimiento, en el terreno más próximo, que es el de mi familia. Porque hasta hoy he estado manejando una versión de mi nacimiento y de mi adopción, y ahora resulta que parece completamente falsa. Lo que yo contaba y tenía por veraz era como una novela de Dickens: que mi madre biológica murió al nacer yo. Entonces, a los pocos días, en una clínica de Barcelona, una mujer perdió a su hijo, y además el médico le dice que ya no podrá tener más. Sale llorando del hospital, toma un taxi, y éste lo conduce mi padre biológico, que era taxista. Escucha que la mujer llora y oye la historia. 'Ah, usted ha perdido a su hijo', le dice. 'Pues a mí me ha pasado que ha nacido mi hijo y ha muerto su madre. Y no sé qué hacer con el bebé'. Y el taxista, mi padre biológico, desvía el trayecto y lleva a esta mujer a ver a su bebé; es decir, yo. Ésta es la historia que me contó mi madre adoptiva. Ella me cogió en brazos; mi padre le dijo que se quedara conmigo, que ya se ocuparían de los trámites más adelante. Y ahora mi hermana Regina, que nació después que yo, dice que esta historia no se corresponde con la realidad”.

“Según mi hermana”, siguió contando Marsé, “aquel primer hijo que perdió nuestra madre no lo perdió en Barcelona, sino en un pueblo de Tarragona, Sant Jaume dels Domenys, y está enterrado allí. Y me pregunta: 'Cuando ibas a jugar al cementerio, ¿no sabías que ese niño muerto era tu hermano?'. No, no sabía nada. 'Y nuestros padres, además, no vivían todavía en Barcelona, se instalaron aquí más tarde. Así que eso del taxista es mentira. No es cierto que el primer hijo de nuestra madre naciera en Barcelona, ni que ella saliera de la clínica llorando y cogiera un taxi. Ocurrió que nuestro padre, viendo que madre estaba en el pueblo muy deprimida por haber perdido a su bebé, vino a Barcelona y conoció a un señor que acababa de perder a su mujer de una complicación posparto, dejándole un niño y una niña de cinco años'.

“La historia que yo creía cierta es falsa. Estoy trabajando en una novela que indirectamente trata de esto, y tengo que investigar. Casi nadie queda vivo de los que pueden corroborar esta historia. Sólo mi prima Rosita, que tiene ochenta y tantos años. O sea, que ahora no tengo nada claro ni cómo llegué a este culo del mundo que era España en los años treinta".

 “Ahora me tengo que recuperar de lo que me han contado. Una historia inventada por mi madre adoptiva".

Cuando terminó de contar levantó la mirada del mantel, y nosotros nos quedamos como si él hubiera dejado en el aire el fantasma de un libro que volvería con él al cuarto en el que estaban también sus folios, sus sueños y sus juguetes.