En el imperio de las musarañas

Un momento del concierto.

Un momento del concierto. / Live Music Valencia

Justo Romero

Justo Romero

TEMPORADA DE INVIERNO PALAU DE LA MÚSICA. Orquesta Hallé de Manchester. Kahchun Wong (director). Liza Ferschtman (violín). Programa: Obras Falla, Brahms y Stravinski. Lu­gar: Palau de la Música (Sala Iturbi). Entrada: Alrededor de 1.500 espectadores. Fecha: domingo, 14 enero 2024

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Recaló una vez más la Orquesta Hallé de Manchester en el Palau de la Música. Una formación de abolengo y prestigio, que, además de su fundador, Charles Hallé, ha contado desde su creación, en 1858, con director titulares como Hans Richter, John Barbirolli, Kent Nagano o Mark Elder, quien será reemplazado este mismo año por el singapurense Kahchun Wong (1986). Ha sido precisamente bajo el gobierno de este director nacido en la rica ciudad-estado del sureste asiático con el que la formación inglesa ha ofrecido un programa mal diseñado, inaugurado con la Danza del fuego de Falla y cerrado con El pájaro de fuego de Stravinski, en la suite redactada en 1945. En medio, encorsetado y chirriando entre estos dos fuegos tan cercanos en el tiempo -ambos nacieron originariamente en la segunda década del siglo pasado-, el Concierto de violín de Brahms, con Liza Ferschtman como solista correcta y punto.

Fue un velada que, más allá del éxito, resultó pesado y fútil. En la que se impuso el imperio de las musarañas. Kahchun Wong es un competente director, pero con poco interesante que decir ni contar. Sobre el podio, no va más allá del empeño en reproducir lo más fielmente posible el pentagrama. Hechizo, sutileza, efusión, estilo o refinamiento son conceptos ajenos a su universo sencillo y sin más ambición que la buena letra. La cortedad artística salta a la vista tanto como su ingenua rectitud en el podio. La Danza del fuego -un disparate comenzar un programa “serio” con un fragmento que, fuera de su contexto, solo se justifica como brillante propina de concierto- sonó lenta y exenta de tensión y sortilegio.

Algo similar ocurrió con la suite del ballet El pájaro de fuego, desnuda de colores y registros, escuchada en una versión casi robotizada, que ni siquiera en los momentos más fascinantes -como la Canción de cuna, en la que el fagot parecía empeñado en esconderse en el descuidado tejido orquestal- logró ir más allá del efecto decibélico, algo particularmente evidente en el clamoroso himno final, exagerado en sus dinámicas hasta casi el susto y el ensordecimiento. Luego, como regalo y colofón del exitoso concierto, algo tan propio de la orquesta mancuniana como la variación Nimrod, de Elgar, que se escuchó más sacarinosa que conmovedora, a años luz de la fascinante y vieja grabación con Barbirolli, de junio de 1956.

La Orquesta tampoco mostró sus mejores virtudes en esta nueva visita al Palau de la Música, tan lejana en todos los sentidos a la bien ensamblada formación que recaló en noviembre de 1994 con Kent Nagano en el podio para interpretar sobre el mismo escenario la Sinfonía de Réquiem de Britten y la Quinta de Mahler. En el emparedado concierto de Brahms, el oboe cantó con sonido más rudo que exquisito el famoso tema del Adagio central, y los metales distaron de la perfección. A tono con el ambiente tarde, Liza Ferschtman fue tan correcta como neutra, con la carne lejos del asador. El movimiento final -“la música más feliz del mundo”, como alguien escribió no sin razones- apenas alcanzó a despertar admiración, pero nada más. El público, que casi volvió a colmar las butacas del llenar el Palau de la Música en un fin de semana musical memorable en València, con ambos Palaus a rebosar, aplaudió su interpretación brahmsiana como si acabara de escuchar al mismísimo David Oistraj. ¡Pues fenomenal! Luego, de propina, la Ferschtman tocó, ahora sí con inusitada expresión, el aéreo primer movimiento de la Quinta sonata para violín solo de Ysaÿe. Fue lo mejor de la gris noche.

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