José Manuel Miralles, presidente de Unió Valenciana, ya no es director general de Desarrollo Estatutario y Promoción del Autogobierno de la Generalitat. En el momento en que Alberto Fabra decidió cargar sobre Serafín Castellano su propia responsabilidad en la pérdida de votos en las elecciones europeas, y prescindir de él enviándole a la Delegación del Gobierno, Miralles sabía que se acababa su ciclo y también el de su partido, al menos en la órbita del poder. En 2011 pactó con Francisco Camps no presentar a la formación regionalista a las elecciones autonómicas y pedir el voto para el PP. Poco después accedía a un cargo de nueva creación, hecho a medida, y recaía en el equipo del más regionalista del PP de Fabra, Serafín Castellano, quien mientras estuvo se ocupó de la señera que cubrió el ataúd de Blasco Ibáñez, de la pilota y de las bandas de música. En cuanto salió por la puerta camino del Temple, sede oficial aunque en obras del representante del Gobierno en la Comunitat, otros consellers se repartieron las competencias en función de las áreas y no de las sensibilidades, como habían estado hasta entonces. La eficiencia sobre los sentimientos, el signo de los tiempos debe ser.
La salida de Miralles pone fin al proceso impulsado por Zaplana y ejecutado por Rafael Blasco, de absorción del valencianismo lizondista por parte del PP. Los regionalistas eran los únicos por los que podían crecer los populares para afianzarse en el gobierno valenciano. Habían logrado 208.000 votos en las autonómicas de 1991, con González Lizondo como máximo exponente, y con la llegada del nuevo milenio los conservadores lanzaron una OPA más o menos hostil con la que fueron pescando militantes, dirigentes y votantes hasta dejar las urnas regionalistas en 4.000 votos en 2009. Hoy, quienes compartieron ideario y siglas con Miralles ni siquiera sabían de su relevo. Se va con las siglas a su casa. Casi queda él solo.
