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Matías Vallés

Bárcenas vuelve del exilio

Podemos es responsable de lo que ocurra en Venezuela, pero el PP no es responsable de lo que suceda en Génova. Por fortuna, el partido conservador ha encontrado un portavoz dicharachero, Luis Bárcenas. Los titulares sobre su condescendiente exculpación a una formación política que «no tiene nada que temer de mí» omiten por las estrecheces que añadió «en estos momentos», la fórmula habitual para desmentir los fichajes futbolísticos que acaban por cuajar. Imbuido de su recién descubierta capacidad de liderazgo, Bárcenas pidió el voto para los populares. Rajoy hubiera preferido que su tesorero exteriorizara un ferviente apoyo a Podemos.

Al aunarse la expectación generada y su aspecto confianzudo, Bárcenas parecía regresar del exilio y no de la cárcel. En su absurdo afán por desvincularse del tesorero sin sufrir un rasguño, Rajoy se arriesga a perder la batalla de la imagen ante «esta persona» que abandona la prisión como si fuera Robin Hood. No se comporta como el político que arrastra la mayor petición de condena por corrupción de la historia, sino como el redistribuidor de la riqueza entre compañeros que hubieran desembocado en el saqueo sin su celo equitativo en la adjudicación de sobresueldos. Su fulgor sobrevenido ha eclipsado al presidente del Gobierno.

El preso ha alcanzado la potencia de un expreso. La oscura condición de tesorero no propiciaba el acceso al estrellato, ni siquiera con la corrupción de por medio. La fascinación que ejerce Bárcenas deriva por tanto de su condición de cara oculta de Rajoy, su principal promotor en el seno del PP. Para el presidente del Gobierno todo ocurre a destiempo. De ahí que se desvincule de un amigo que, a la puerta de la cárcel, le recordó los mensajes de ánimo remitidos desde La Moncloa. Sin embargo, el líder conservador no puede decidir sobre los 32 años de militancia que Bárcenas ha esgrimido esta semana como aval. Difícilmente podría establecerse una concurrencia de intereses entre el deportista y el perenne espectador deportivo, pero el dinero facilita compañerismos extraños.

Bárcenas ha vuelto para quedarse. Alguien debería explicarle que ha venido pero no ha regresado, dada la transitoriedad que impone su situación penal. Transmitió más mensajes en su improvisada comparecencia en Soto del Real que Rajoy en la suma de sus ruedas de prensa presidenciales. El tesorero firma la paz, pero introduce de inmediato sus «discrepancias con ciertas personas». Recurre así al despojamiento de la identificación individual que le endosó Rajoy al titularlo «esta persona». En el caso del poliimputado, la mujer despersonalizada es Cospedal. El énfasis de Bárcenas invita a pensar que dará por bien empleada su liberación provisional, si le permite hundir a la secretaria general del partido. Ruz también está por la tarea, mientras la presidenta castellanomanchega presume de haber desalojado a los corruptos. Es un apurado ejercicio de contorsionismo, dadas las ramificaciones de Gürtel en su comunidad.

Mal de muchos, consuelo de uno. La segunda venida de Bárcenas incumple una ley no escrita sobre la anulación del testimonio de los poderosos que han desfilado por la prisión. Tradicionalmente, las revelaciones espectaculares quedan huecas de valor mediático y se circunscriben al desahogo de los denunciantes con cárcel. Sirvan como precedente los intentos baldíos de implicar al anterior rey en las peripecias de Javier de la Rosa o Mario Conde. Sin embargo, las confesiones del tesorero del PP por excelencia se aguardan como las anunciadas «bombas atómicas». Dado el impacto preventivo, el narrador tendrá que esmerarse para satisfacer la intriga creada entre la audiencia.

El PP podría aprovechar la estrategia oratoria de Bárcenas, consistente en aceptar una fracción no incriminatoria de cada acusación. Por ejemplo, las donaciones no van ligadas a concesiones. Sin embargo, las «generosas» aportaciones de empresarios sometidos a la licitación pública permitían «tomar un café» con un político. Eran una fórmula de «relaciones públicas». A buen entendedor, el equivalente político del descorche que no especifica la relación sexual. Difícil de maridar sin embargo con el atributo de «decente» que el ditirámbico Javier Arenas endosó a su amigo Bárcenas. Ya advirtió Orwell de que la pérdida de la common decency era la mayor corrupción.

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