Opinión | No hagan olas

¿Público o privado? ¿Dilema u oportunidad?

Semanas atrás hemos conocido el interés de robustos inversores extranjeros por tomar posiciones dominantes en empresas españolas de las llamadas estratégicas. Compañías como la centenaria Telefónica, la no menos histórica Talgo o la heredera del sector gasista catalán y por ende español, Naturgy. Esos movimientos para la adquisición de acciones han sido protagonizados por entidades vinculadas a países árabes sin cultura democrática o a regímenes señalados por sus derivas autoritarias como Hungría. En el transcurso de tales operaciones, todavía vivas, se han desatado debates sobre las mismas entre economistas y políticos, especialmente sobre la posición a adoptar por el sector público ante la actividad del mercado privado que, además de competitivo, en ciertas coyunturas también es astuto, intrincado y demasiado oscilante.

No tan alejada de tal problemática, en busca de aclarar la disyuntiva entre lo público y lo privado en territorios llamativos como la cultura, la sanidad o el propio negocio de la información, sobre todo en el sector más popular, el televisivo, hay que situar polémicas políticas de actualidad y más cercanas a la singularidad valenciana como la crisis de los museos autonómicos, la coexistencia o no de instalaciones hospitalarias en manos empresariales o el control de las cadenas públicas de televisión, en nuestro caso À Punt.

Reconocido fiscalista y filántropo asentado en Valencia, Luis Trigo desgranaba en un reciente artículo las connotaciones sociales, éticas y políticas de esa controversia entre lo público y lo privado. Aclara Trigo que a la esfera de lo privado pueden y deben pertenecer las actividades, lucrativas o no, que no representen un derecho económico, social o cultural reconocido a los ciudadanos. Derechos que en su formulación adoptan redacciones múltiples, pero que en su esencia se conceden en cualquiera de las constituciones políticas nacidas bajo la influencia de la Ilustración, es decir, asumiendo los ideales que conforman la modernidad. Ya saben, todos somos libres, iguales y deseamos ser fraternos.

¿Quiere esto decir que cuando hablamos de derechos «reconocidos» a la ciudadanía ha de intervenir lo público, quedando lo privado reducido a todo lo demás? No es eso, aclara Trigo. El sector público debe fomentar la actividad y garantizar el acceso de la ciudadanía a los derechos básicos, lo cual no significa que tenga que hacerlo con su gestión directa. Cuando se consagra políticamente el derecho a la salud, por ejemplo, no significa que la asistencia médica sea siempre pública, sino que la administración velará para que todo el mundo por igual sea atendido debidamente.

De hecho, la coexistencia –y hasta la alianza entre lo público y lo privado–, ha demostrado incluso en el caso de la salud y en otros sectores que puede representar un modelo combinado eficiente y más barato para todos, en el que, no obstante, la administración pública se obliga a las tareas, estas sí intransferibles, de ordenar, planificar e inspeccionar, y por supuesto, prestando o subvencionando los tratamientos o servicios económicamente deficitarios. El caso de las farmacias reguladas es ejemplar al respecto, el de las aguas potables también debería serlo.

Si convenimos, en cambio, que el mercado privado busca actividades lucrativas, con toda la legitimidad, es probable que determinadas líneas de investigación o de innovación no le sean rentables. La física teórica y sus exploraciones corpusculares, sin ir más lejos. Y es en esos campos, precisamente, cuando resulta conveniente el impulso de lo público en línea con la idea del Estado emprendedor que propugna la italoamericana Mariana Mazzucato o a través de los laboratorios universitarios.

De modo semejante, pero mediante otro tipo de herramientas como puedan ser los incentivos fiscales, el sector público está en disposición de propiciar además proyectos de interés general, desde la concentración agraria o empresarial para ganar competitividad al desarrollo de grandes proyectos de obra pública, transporte, tecnología aplicada o vivienda que necesitan fuertes inversiones. Sin olvidarnos, en especial, del mecenazgo cultural, de por sí inabarcable.

Todo ello siempre y cuando, al mismo tiempo, una administración de justicia lo más independiente posible y un sistema informativo lo más libre y creíble, velen por la equidad y la limpieza de los procesos de las instituciones públicas, denunciando los casos de corrupción administrativa, favoritismo o desviación de poder que afloran desde que el mundo es mundo. En este punto no estamos lejos de la ética económica de Adam Smith.

Una sociedad política avanzada es, de hecho, aquella que confía en crear amplios consensos sociales sobre cómo ser más eficaz en la consecución del bienestar de las personas. ¿Y eso de qué modo se consigue? Cada momento tiene sus ideas al respecto. Hace tiempo que se abandonó entre otros a Karl Marx y sus propuestas para abolir la propiedad privada, pero también el mercado sin reglas de Friedrich Hayek. Expondremos algún caso concreto al hilo de la actualidad:

¿Es eficiente pagarle a un presentador chistoso como David Broncano la nada desdeñable cifra de 14 millones de euros anuales para que produzca un programa de entretenimiento en la televisión pública? Al objeto de competir, además, con el show privado del requenense venido a más Pablo Motos y provocar con ese «fichaje» una crisis sin precedentes en el consejo de administración de RTVE. ¿Es esta la competencia de lo público?

¿Tiene sentido que quiera ser el accionista de control en Telefónica el fondo soberano de Arabia Saudí, compañía donde están albergadas todas nuestras conversaciones y mensajerías, cuando el príncipe heredero de ese reino autocrático es conocido por su afición al espionaje policiaco? ¿Lo tiene que Talgo, cuya tecnología para el cambio de ancho de vías ferroviarias es única en el continente, sea adquirida por una petrolera húngara con fuertes lazos con Rusia mientras suenan tambores de guerra en el Este europeo?

Resulta bastante fácil responder a las anteriores cuestiones, y en un clima político más constructivo no habría espacio ni tiempo para discusiones tan estériles, casi todo el mundo tendría claro cuándo y cómo lo público debe intervenir o no para garantizar el bienestar de sus ciudadanos. Lo comprobamos con los Ertes y el ICO durante la pandemia. Pero ahora y aquí parece que estamos en otras cosas, en sacar rendimiento de la bronca –con o sin mascarillas– y en empeñarnos en crear inestabilidad social. ¡España! ¿Invertebrada?

Dicho lo cual conviene que recordemos los vaivenes societarios que asímismo han vivido no hace tanto algunas empresas importantes de la Comunidad, sin que se propiciaran reflexiones o análisis al respecto. ¿Valencia anestesiada o meninfot? Casos como el de Boluda Towers, el IVI, Melones Bollo o Martínavarro que se han fusionado con otras compañías, vendido o dado entrada a fondos de inversión. Estos últimos, criminalizados de modo genérico en contextos políticos intervencionistas, cuando de todo hay en la viña de dichas financieras. La falta de una banca privada más vinculada al tejido productivo valenciano y sin tantas ataduras reguladoras, hace conveniente en algunos casos la participación de dichos fondos para dotar de músculo inversor a las empresas, cuya flacidez es, probablemente, uno de los principales escollos del desarrollo económico.

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