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Teresa Domínguez

Matar al mensajero, esa vieja costumbre

Ser mensajero nunca ha sido buena cosa. Esa vieja costumbre que hizo del de noticiero un oficio con pocas posibilidades de alcanzar la vejez empezó a practicarse en la más lejana antigüedad; chinos, sumerios, griegos, troyanos, romanos y otros muchos después prefirieron antes matar al que daba la mala nueva que ajustarle las cuentas a quien la había generado. Un insuperable ataque de nostalgia por las buenas costumbres de los ancestros „léase en clave de sarcasmo, por favor„ es lo que debió sufrir ayer el ministro de Justicia, Rafael Catalá, cuando abogó por que «se sancione con firmeza» no sólo a quien filtre información sobre una investigación judicial en curso, sino también al medio que lo difunda. Es más, se quedó tan ancho al defender que, además, se «imponga la obligación de la no publicación de la información».

Ni titubeo, ni rubor. Cuando esas mal llamadas filtraciones „¿qué hay del derecho a recibir una información veraz que la Constitución garantiza a todos los ciudadanos?, ¿demasiado moderno para nuestros gobernantes más casposos?„ afectaban a sumarios de delincuentes comunes o de terroristas, nadie apelaba al arcaísmo de despachar al mensajero. Incluso venía bien como lectura para acompañar el café de la mañana en el soleado despacho oficial. Pero, ¡ay!, cómo cambian las tornas cuando las iniciales no son la de los otros, sino las de los propios. Mientras los tejemanejes de los corruptos se quedaron en divertidos chascarrillos en los clubes de golf y la Justicia parecía amancebada, todo fue bien, pero ahora pica en carnes propias. Lo suyo es que los ciudadanos también ejerciten la memoria con ese mismo desparpajo cuando llegue el momento de poner a cada uno en su sitio en las urnas.

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