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Jesús Civera

Si no hay caja no hay programa

La izquierda ha cocido un programa de gobierno como si en la Generalitat alguien hubiera descubierto, de repente, el tesoro del rey Midas, y se bañaran alegremente todos los partidos en una catarata de oro. Por pedir, que no quede. Y por elaborar documentos, tampoco. Salen gratis. Quizás, el tripartito, o bipartito, antes de fabricar el monumento programático, debió sentarse con Gregorio Martín, que afila los números con un bisturí alemán. Martín les hubiera explicado cual era el color de las cuentas, antes o después de invitarles a darse una ducha de agua fría.

Porque las cuentas son, en realidad, el programa, y no al revés. Toda la política que no es gestual se origina sobre los estratos de la contabilidad. A partir de ahora, los Oltra y Montiel, que han estado en la resistencia, saborearán las hieles del Gobierno. Montiel menos, pues andará por las periferias. Gobernar significa dar la cara, pero no sobre el refugio de la censura, la impugnación o el combate, sino sobre el techo de la responsabilidad propia e indivisible: el presupuesto no es de otros, ni lo redactan otros; lo elaboras tú, y tú eres el administrador y el culpable. La figura sobre la que convergen todas las miradas. Ya no se trata de denunciar, sino de resolver. Ya no ejerces la crítica: has cambiado la pluma por la cámara, como definió André Bazin a los realizadores de la Nouvelle Vague. Es otro el vacío.

Y todo ese maremágnum de voluntades contradichas, de propósitos exultantes, de promesas inacabadas, de propuestas geniales que ahora hay que materializar se sedimenta sobre un elemento tan prosaico como principal: el del dinero. La política de gestos y fiscalizaciones -que domina el relato de la oposición- ha caducado. Hay que ofrecer soluciones, y urgentes. Y la Generalitat no tiene ni para pipas. Cuando llegó Fabra, las compañías eléctricas estuvieron a punto de cortar la luz. Fabra logró su clemencia divagando entre entidades bancarias. Después Moragues ha legado una caja más pristina, pero no tanto como para solicitar regalos a los Reyes Magos. ¿Es real el «acuerdo del Botanic», ese ensayo de programa que ha manufacturado el trío protagonista? ¿O ha sido la justificación para organizar una escena de salón? En el proceso del pacto -digámoslo ya- sobra teatro y falta autenticidad.

En lo primero que ha de reparar la izquierda es en el gasto. Está obligada. Y a continuación, en el gasto social. Y si la caja anda vacía, las áreas del bienestar social están bien jodidas. Con muchos apuros llegaba Llombart a fin de mes. Esa es la realidad. Por tanto, habrá que pactar con los bancos en primer lugar, que serán resistentes a posibles políticas contrarias. Y habrá que limosnear en Madrid, donde está Rajoy, poco proclive a alimentar a una Generalitat de izquierdas. Por otra parte, tampoco es que el trío del pacto del Botanic haya hecho un esfuerzo pedagógico para narrar todas esas dificultades, que son palmarias. Ni que haya explicado con humildad la necesidad de apretarse el cinturón.

No. Por el momento sabemos que el déficit ha superado con creces las expectativas y que la deuda es como esa fosa abisal cercana a las Bermudas donde nunca hay fondo. Tiene el tripartito, o bipartito, una ventaja: se va a vender la Ciudad de la Luz, no hay Fórmula 1 y la Copa del América desapareció hace tiempo. Algún ahorrillo darán esas ausencias, tan flageladas en el último lustro. Está todavía el Palau de les Arts, pero quizás se pueda desmontar, que a lo mejor en Suiza lo compran. Y está el IVAM, pero ya se ha visto -porque lo ha querido dejar claro el propio PP- que hasta en esa parcela había truco y derroche. Sólo diré que los penitentes de los dispendios de aquí se habrán de suicidar en masa cuando se enteren de que la escultura del catalán Jaume Plensa de Chicago, esa de las mil caras, cuesta de mantener al año 630.000 euros. Chicago pagó 17 millones de dólares en 2004 por la obra.

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