Saltan las alarmas ante la violencia de la impotencia. Hay asombro, escándalo y hasta indignación frente a la vesania juvenil, como si fuera un fenómeno insólito. Pero de insólito, nada. Sólito y bien sólito es desde hace décadas. Tan sólito y antiguo como la misma irracionalidad humana. Basta que las cosas no salgan como uno quiere para que se aflojen las riendas del autocontrol y se abra el portillo del subconsciente. Ha ocurrido siempre. Por eso resulta extraña la sensación de novedad con que hoy se percibe la reacción destructiva de los adolescentes frente a la contrariedad. O no tan extraña.

Quizá se intuye que hay algo nuevo tras este comportamiento; un pegote insano que antes no estaba; un emplasto vicioso que conecta el incendio del contenedor o la coz a la ventanilla con otras dimensiones de la vida en que los daños de la violencia y la irreflexión pueden ser peores. Quizá se presiente que la pedrada y el bastonazo han traspasado los límites de la locura excepcional, del descontrol momentáneo, para formar parte regular de la personalidad; que la escotilla del atavismo ha quedado entreabierta y la hediondez troglodita contamina la higiene civilizada; que hay una relación tenebrosa entre la furia vandálica y el voto anarquista, entre la iracundia salvaje y la propensión a la tabula rasa; que la comezón rompedora pretende ir más allá del cachivache inmediato y extenderse a los elementos básicos de la convivencia; que las impotencias coyunturales han pasado a ser existenciales, y no encuentran otra salida que demolerlo todo a ver qué pasa.

Esto sí es nuevo; y alarmante, porque proporciona otra perspectiva „lúgubre y envilecedora„ para ciertas formas «tradicionales» de gamberrismo. Como los incendios forestales, por ejemplo, cuyos autores pasarían de pirómanos a simples frikis del cine catastrófico. La cuestión es grave hasta el punto de que será uno de los principales problemas del futuro próximo. Una bruma indescifrada, compuesta por gases diversos y nocivos, conecta la nueva naturaleza de la brutalidad juvenil con el regreso de la vieja grosería política. Los jóvenes degeneran como gamberros y como electores, así que atémonos con brío los machos.