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¿El ocaso de las diputaciones?

Liberales y afrancesadas en su origen, las diputaciones provinciales españolas son, por así decir, una de las últimas reminiscencias del régimen liberal que a lo largo del siglo XIX enterró el antiguo absolutismo patrio. Las cosas salieron como salieron durante aquella convulsa centuria política, pero si algo ha quedado de aquel tiempo y ha sobrevivido al no menos azaroso siglo XX nacional „con varios procesos revolucionarios, más de una guerra civil, una larga dictadura y la nueva administración surgida de las autonomías„ esas han sido las provincias y sus órganos políticos, las diputaciones. Provincias de origen castellano y diputaciones de tradición aragonesa, curiosamente.

No es extraño, pues, que las llamadas corporaciones provinciales adoptaran usos y costumbres de aquel periodo originario, la segunda mitad del XIX, administrando entes y competencias tan peregrinas para el sector público contemporáneo como una plaza de toros, un servicio se excavaciones prehistóricas, otro de pensionados artísticos, una imprenta, un teatro, la Beneficencia, un hospital psiquiátrico y otro general? que de todo ello se ha venido ocupando, por ejemplo, la Diputación de Valencia durante los últimos 180 años, a lo que hay que añadir como reciente remate final un Museo de la Ilustración.

La división provincial bajo influencia jacobina tomó cuerpo político con las Cortes de Cádiz, que trataron de poner orden en el variopinto mapa administrativo español, en especial el castellano. El absolutismo involutivo de Fernando VII dio al traste con aquel proyecto igualitarista e ilustrado que, sin embargo, se recuperó unos años después hasta la aprobación, casi de tapadillo, de la reforma de Javier de Burgos en 1833, un periodista motrileño, que fue director de El Imparcial, el periódico liberal y afrancesado que terminó regentando la familia de Ortega y Gasset tiempo después.

Antes de la del 33 hubo otra división provincial, la del 22, recordada con melancolía en mi bienamada Xàtiva, pues le confirió a la ciudad setabense rango de capital de su propia provincia, la cuarta valenciana, la que suspira a través de las llamadas comarcas centrales. Ser capital de provincia no era un asunto cualquiera. Para las grandes urbes históricas pudo ser un asunto baladí, pero al igual que ocurría en Francia con las prefecturas, la capitalidad llevaba aparejada la aparición de una élite dominante constituida por altos cargos y funcionariado, amén de jueces y asistentes para administrar el correspondiente partido judicial, médicos, notarios y otros profesionales que creaban una nueva mentalidad de aires más urbanos y en parte ajena a los señoríos más ruralizantes. Basta leer a Flaubert, a Stendhal o a nuestros Baroja, Clarín o Galdós para comprender esa idea que la nueva provincianidad ayudó a crear.

¡Cuántas ciudades españolas han venido arrostrando con amargura su falta de capitalidad provincial durante estos dos últimos siglos! Además de la citada Xàtiva hablo de Vigo, de Gijón, Toro, Elche, Valdepeñas, Cartagena y algunas otras más. La división provincial incluso confería identidad a las matrículas de los automóviles, dando lugar a situaciones rocambolescas como las que protagonizaron algunos vecinos de la localidad de Burriana que preferían pagar un sobrecoste y matricular sus vehículos en la lejana Burgos para conseguir tener una matrícula con las iniciales BU. ¡Cosas veredes, amigo Sancho!

Lo que no es tan conocido es el proyecto, este sí auténticamente francés, de la Administración napoleónica para dividir España en prefecturas con denominaciones vinculadas a accidentes geográficos. En aquel proyecto bonapartista, el viejo Reino de Valencia quedaba cuarteado por las prefecturas del Ebro (Tarragona y el norte de Castellón), Bajo Guadalaviar (Valencia y el sur de Castellón), Cabo de la Nao (Alicante, Xàtiva y este de Albacete) y Segura (Murcia, Albacete centro y la Vega Baja). Finalmente, ya lo hemos dicho, se adoptó la más uniforme división en provincias de Javier de Burgos llamándolas con el topónimo de la capital, origen de algún que otro conflicto nominalista que, según el propio Joan Fuster, es una de las causas de la desafección valencianista en muchas partes del país.

Provincias y diputaciones, en cualquier caso, han tenido mala prensa, en especial entre los nacionalistas antiespañolistas, pues se ven como instituciones unificadoras y centralizantes, todo lo cual, al parecer, es favorable a la reconstrucción del ideario español, tan mal visto también por el pensamiento progresista tras el secuestro que del mismo llevó a cabo la dictadura franquista.

A esa corriente contra las diputaciones se ha sumado la de los liberales que postulan el adelgazamiento del costoso Estado. Más de 300.000 personas conforman el grueso de las llamadas élites extractivas de las administraciones españolas en mordaz definición del economista catalán César Molinas (Qué hacer con España, editorial Destino) quien incorporó a nuestra tradición intelectual las sugerentes ideas de Daron Acemoglu y James A. Robinson (Por qué fracasan los países, editorial Deusto), verdaderos creadores del citado concepto de élites extractivas, entre las que se encuentran, no hay duda, las procedentes de las diputaciones provinciales.

No sabemos si Pedro Sánchez y Albert Rivera han leído a Acemoglu/Robinson, o al propio Molinas „exmilitante del PSUC, por cierto„, pero ambos han compartido la idea de liquidar el viejo orden administrativo y provincial español que, en muchos casos, se solapa con la nueva realidad de las administraciones autonómicas. Pero las diputaciones se resisten a su ocaso.

Esgrimen su decisivo papel en la protección de los pequeños municipios „como si la misma no fuera posible desarrollarla con una simple secretaría autonómica que asumiese tales competencias„, mientras siguen organizando corridas de toros, un problema menor, en cualquier caso, pues la verdadera batalla contra la desaparición se dará „ya se está dando„ en aquellas provincias que han quedado en el segundo escalón de la España autonómica y no creen demasiado en el proyecto común regional. En Andalucía, por ejemplo, los barones orientales „de Málaga, Granada o Jaén„ ya se han levantado ariscos contra la idea Sánchez-Rivera y no digamos de la que nos espera en esta comunidad a cuenta de Alicante, ese epifenómeno territorial tan provincialista en el completo sentido de la palabra y que tantos quebraderos e incomprensiones produce en torno al proyecto autonómico. ¿Ocaso? Queda mucha tela que cortar.

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