Nos asalta por todos lados. Entrada la primavera, el acoso es implacable: «Ponte esto», «lleva lo otro», «arrasa lo de más allá»... Se pone en marcha una ofensiva mediática en toda regla. Que si hay que vestirse con pijama para salir, que si mandan los brillos centelleantes, que nada como los tejidos tecnológicos o metalizados, que no puede faltar una falda plisada que se alarga hasta los anos cincuenta, o las eternas rayas y los menos sempiternos lunares, sin dejar atrás el omnipresente denim en pantalones y camisas vaqueras, que contraatacan por su cuenta... ¡Qué agobio!
¡Ah!, y otra cosa. ¿Qué se puede hacer si no se es experta en zapatillas (o sneakers, que es como, por lo visto, hay que llamarlas ahora)?... Hace falta un cursillo acelerado para estar al tanto de los infinitos modelos y saber a la perfección cuáles son los que sí y cuáles lo que no. Otra opción: las babuchas, o los mocasines puntiagudos y destalonados propuestos por Gucci. Puntiagudos, sí, como muchos zapatos que parecen empeñados en que nuestros pies adopten la forma de un pirulí. Se requiere mucha ciencia y mucha paciencia para enfrentarse a ese catálogo de imprescindibles con que la moda (las modas) nos asedian cuando mayo avanza y se empiezan a pergeñar los proyectos de vacaciones. ¡Qué dura tarea la de quienes aspiran a estar en la cima de lo último, a ser faros de la más candente, explosiva y apabullante modernidad! Las compadezco sinceramente. El trabajo que se toman para ser en todo momento las adelantadas me hace pensar en el tormento de Sísifo, castigado por los dioses a subir una enorme roca a la cúspide de una montaña, que inmediatamente caía rodando hasta la llanura, de donde debía izarla otra vez, mientras «torrentes de sudor corrían de todos sus miembros», según dijo Homero. La moda, si se toma así, febrilmente, es algo parecido: cuando se ha conseguido atraparla deja de serlo, y hay que atenerse a otra... y empezar de nuevo.
