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J.J.O.O.

Sí, lo siento, estoy abducido. Cuando escribo esta columna, a diez días de la culminación de los Juegos Olímpicos, estoy viciado. No tanto como los presentadores de la española, claro, que muestran un entusiasmo a prueba de bombas, cuando el resto de los mortales en la península no podemos dejar de bostezar, y nos prometemos que vemos una repetición más de nuestras exiguas medallas y nos vamos a la cama. Y digo nos prometemos, porque frente al televisor no hay nadie más (despierto, al menos). Reconozcámoslo, cuando los juegos se celebran a más de 4 husos horarios de distancia, el «telespectáculo» olímpico es un placer solitario. Onanismo catódico, vamos.

Solo hay un deporte (¿deporte?) con el que no he podido: la doma. Me parece, no sé, tan lejano, tan elitista. Ver un caballo con calcetines haciendo plin-plin ahora hacia un lado, ahora hacia el otro. Y el jinete vestido con levita, pantalones ajustados y sombrero de copa€ no sé€ ¿Por qué no transmiten eso a las 4 de la mañana, en lugar de las heroicidades de Mireia Belmonte?

Lo otro me lo trago todo: vóley, bádminton, tiro con arco, tiro al plato, tiro porque me toca, golf, waterpolo, hockey€ ¡Por Dios! ¿Cuándo he visto yo un partido de hockey por televisión? Loadas sean las Olimpiadas, porque ellas ampliaran nuestros conocimientos sobre las disciplinas deportivas.

El martes pasado me pilló en Madrid, y a rastras me sacaron a cenar. Al salir del restaurante me quedé hipnotizado delante de la cristalera de un hotel. Estaban transmitiendo el Brasil-España de vóley playa femenino. Y allí me quedé, viendo el triunfo de las nuestras desde la calle, sin oír nada salvo el tráfico de la Gran Vía. Detenido en un «no-tiempo» olímpico. Animando como un mimo sin maquillaje (no era cuestión de ponerme a gritar en plena calle). Ni a empujones pudieron quitarme de allí. ¡Y eso que en Río estaba lloviendo y las chicas iban vestidas desde los tobillos hasta el cuello!

Así que hasta el 21 no puedo hablaros de otra cosa. Estoy abducido, ya os lo he dicho.

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