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Monarquías parlamentarias frente a repúblicas populistas

Europa suspiró aliviada este viernes cuando supo que el partido xenófobo de Holanda no había cumplido sus expectativas electorales. La Holanda liberal y tolerante, uno de los países más emblemáticos de la Europa multicultural e igualitaria, había resistido el populista lenguaje excluyente de Geert Wilders, al que apodan en su propio país Pimpinela escarlata, el héroe literario que salvaba aristócratas del terror revolucionario.

Wilders fundó su propio partido como una escisión del liberal de derechas de Mark Rutte, el primer ministro que, de nuevo, ha sido el más votado. La retórica inflamada y anticoránica de Wilders, no obstante, es ya la segunda más votada en los Países Bajos, pero su posición, con 20 diputados, está completamente aislada, escorada y con apenas algo más del 13 % de diputados en una cámara de 150 escaños y hasta once partidos con representación.

Su influencia, sin embargo, se ha hecho sentir en el mapa político holandés y ha obligado a los partidos conservadores más clásicos a radicalizar sus posiciones. Los observadores señalan dos aciertos en la campaña de Rutte que han terminado por decantar su triunfo frente a las encuestas: su firme compromiso de no pactar con Wilders pasara lo que pasara, y su posición fuerte en la crisis con la Turquía de Erdogan.

Me gustaría destacar la primera de las cuestiones, la determinación del todavía primer ministro para aislar a Wilders y hacer ver a los electores la soledad e inutilidad del voto al líder xenófobo. Y conviene en este punto que recordemos que el ascenso al poder de Adolf Hitler se produjo tras las elecciones de 1933 en la República de Weimar, cuyo presidente, Hindenburg, le encomendó la formación de gobierno sin que tuviera mayoría suficiente en un parlamento tan fragmentado como convulso por la sucesión de convocatorias electorales estériles y las bravuconadas de las milicias pardas hitlerianas. Conservadores y centristas fueron necesarios para Hitler en aquella coyuntura, capaz de aliarse con los comunistas también antes de dedicarse a su aniquilación.

Ese mismo cordón sanitario contra el extremismo es necesario que se aplique también en las próximas elecciones presidenciales en Francia en poco más de un mes. Pero a esos comicios, los conservadores franceses, Los Republicanos, llegan en muy malas condiciones dada la precariedad moral de su líder François Fillon, quien se mantiene al frente de su formación a pesar de su imputación por corrupción. Fillon ha endurecido su programa político al tiempo que se ha empeñado en suicidarse electoralmente con su partido, de tal suerte que el efecto del voto útil va a desaparecer entre sus electores.

Los pronósticos ya dicen a las claras -aunque tampoco es para creerles dado como está la demoscopia de mareada- que los dos candidatos que pasarán a la segunda y definitiva ronda de las presidenciales francesas serán Marie le Pen y Emmanuel Macron, el populismo frente al centrismo sí, pero un populismo que se ha rearmado con un programa político de corte socialdemócrata ultraproteccionista y un centrismo de aspecto liberal procedente de un ministro que lo fue de Economía en un gabinete del socialista Hollande. Francamente, la respuesta del electorado ante ese dilema en la segunda vuelta es una incógnita.

Francia no es Holanda, es mucho más importante y decisiva para el futuro europeo. Sin Francia se acabó la UE, al menos tal como la hemos conocido desde el tratado de Roma hace 60 primaveras. Francia es, además, una república, a cuyo jefe supremo del Estado, con amplios poderes políticos -como en Estados Unidos, incluyendo el poder nuclear- no podría frenársele así como así. En este punto, se nos rebela el sistema monárquico, su antónimo, como un auténtico salvavidas democrático, toda una paradoja, la de que un alto funcionario elegido por su accidental pertenencia sanguinea a una familia real, formado para garantizar la independencia y pluralidad del sistema, adquiera un valor democrático y convivencial muy superior al republicano, defendiendo al pueblo de su propia locura para el caso de que eligiera a un candidato autodestructor. La monarquía parlamentaria sofisticada de la Europa occidental deviene así como una especie de psiquiatra equilibrado capaz de aplicar un electroshock a su esquizofrénico pueblo.

No resulta tan extraño este simil. El desplome generalizado de la socialdemocracia europea va en esa línea. En Holanda ha sido bien significativo: en un país con los niveles más bajos de desigualdad de todo el planeta, los socialdemócratas han sufrido un revés extraordinario. La desigualdad, a pesar de que los intelectuales de izquierdas argumenten lo contrario, parece que tiene poco que ver con el ostracismo que amenaza al socialismo moderado y reformista. Habrá que buscar nuevos análisis para comprender qué está pasando, por qué la clase obrera ya no quiere ir al paraíso, sino inmolarse en los altares del populismo.

Y nuestro país no está alejado de ese mantra. El oportunismo ideológico de Pedro Sánchez ante las primarias del partido socialista es un fiel reflejo del mismo. Y no digamos de la deriva formulada por Pablo Iglesias en Podemos. Los espectadores no daban crédito en el debate televisivo Al rojo vivo, cuando Jorge Verstrynge, un iluminatti de la sociología política de nuestro país pero informado, dijo con claridad que el programa económico de Podemos y del Frente Nacional francés son muy similares. Lo son.

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