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La batalla del coche se libra en Valencia

En los años 60 del siglo pasado, el coche vino para liberarnos. Y realmente lo hizo. Lo había previsto mucho antes un pensador penetrante como Walter Benjamin, para quien la velocidad iba a transformar tanto el mundo como la percepción que tenemos del mismo. El pobre Benjamin murió huyendo de los nazis en la estación de Portbou, y hoy se le venera en un camino pedestre a lo largo de la antigua frontera.

En los años 60, el anhelo por la velocidad era tal que se regalaban postales nocturnas de las ciudades con los haces de luz que dejan como rastro los vehículos. Era tan común que se utilizaba incluso como propaganda política, como demostración de avance y desarrollo. En el Boletín de Información Municipal de Valencia -el BIM- se publicó como un acontecimiento visual sin igual un conjunto de fotografías sobre la recién inaugurada Avenida del Puerto. Se contrastaban las modernas imágenes de luces rojas y blancas con las de la antigua vía, un largo camino transitado por carros de caballos bajo una frondosa umbría que creaban los plátanos de gran porte que se alzaban a un lado y otro del mismo. Visto con la mirada actual resulta tan anacrónico como sorprendente. La ciudad de València fue deforestada en aquella época.

Aquel idilio con las cuatro ruedas se quebró a raíz de la primera crisis del petróleo en 1977. Fue entonces cuando los países escandinavos, y sobre todo Holanda y Bélgica, dieron un giro radical a sus políticas de transporte y apostaron por la bicicleta. Son países llanos, de distancias no muy largas y sin posibilidades de generar energía limpia. No les quedó otra. Más al sur, en Italia, algunas ciudades como Bolonia, emprendieron toda una revolución en los 80. Allí, un concejal comunista, Claudio Sassi, contrató a un experto alemán, Bernhard Winkler, para que reformara todo el sistema de transporte de la ciudad. Y lo hizo. Winkler propuso un plan de peatonalizaciones, así como la restricción de aparcamientos y la limitación a 30 km. por hora para la circulación de los vehículos. El plan fue masivamente aprobado en referéndum y Sassi empezó a ponerlo en práctica a mediados de la década. Bolonia quedó patas arriba durante cinco años. En 1990, Sassi fue removido de cartera, el PCI perdió las elecciones y un nuevo gobierno terminó por hacer inservible el plan de Winkler.

En València nunca habíamos tenido a nadie dispuesto a modificar el status quo hegemónico del coche en la ciudad. Todo lo contrario. La llegada de la democracia municipal propulsó el ascenso a la jefatura del servicio de transporte de un ingeniero avispado, Victoriano Sánchez Baizcártegui, con una filosofía bien sencilla: si hay atascos, se pierden elecciones. Tan simple aserto lo compraron todos los concejales que pasaron por allí, de todos los colores, socialistas -José Cabrera- o populares -Francisco Camps-. Nuestro ingeniero, dotado para las nuevas tecnologías, organizó el centro de control del tráfico, automatizó la ciudad entera y disipó los atascos hacia la corona metropolitana. En València costaba lo suyo entrar en hora punta, pero a cambio se circulaba a toda velocidad por su interior.

La velocidad de Victoriano ha perdurado durante años, décadas, y los valencianos se acostumbraron a coger el coche para todo, y a ser posible aparcando en la misma puerta del destino. La calle principal de la ciudad, la más hermosa, la última que mantiene los plátanos de gran porte, la Gran Vía, es como un circuito, se puede cruzar con todos los semáforos en verde desde el túnel al río, aunque cuesta lo suyo atravesarla a pie de una a otra acera dado el escaso tiempo que ofrecen los semáforos pedestres.

Esa es la ciudad que ha heredado el nuevo gobierno municipal tripartito, que ha puesto al frente de la delicada área de transporte a un ciudadano valenciano de origen napolitano, Giuseppe Grezzi. Ecologista confeso y vecino de Bolonia durante un tiempo, Grezzi es un político activo que está dispuesto a cambiar los usos y costumbres de Valencia, aunque sea levantando ampollas. Grezzi ha iniciado la revolución del tráfico en la ciudad apoyado por la Mesa de la Movilidad y un grupo de técnicos alternativos -entre otros Joan Olmos, miembro histórico de Terra Crítica y firme partidario de la «reconquista» del espacio público.

De momento, Grezzi ha puesto en marcha el anillo ciclista, ha restringido la velocidad a 30 km/h y ahora anuncia la liquidación del aparcamiento libre por las noches en las grandes avenidas . Y se ha armado. Hay crisis entre los socios del gobierno y en la Mesa. Y un cierto caos en las calles peatonalizadas con maceteros. València merece un plan de transporte sostenible y distinto a la alta velocidad imperante en tiempos pasados, y sus condiciones son ideales para la bicicleta -pero también para el paseo peatonal, de momento olvidado-, y hasta es posible que las propuestas y debates del susodicho observatorio de movilidad sean tan eficientes como sensatas, pero tengo para mi que está haciendo falta mucha más claridad de objetivos, exposición de motivos, didáctica, divulgación y márqueting, herramientas sin las cuales puede que Grezzi consiga el efecto contrario al que pretende, hacer la ciudad habitable.

Los usos y las costumbres tardan lo suyo en transformarse y conviene armarse de paciencia. Las prisas han sido siempre malas consejeras de la izquierda, pues como decía Baltasar Gracián, «el sí y el no, son breves de decir, pero piden mucho que pensar», así que conviene para todo andar despacio, tanto para las ideas como para ir por la ciudad. Por decirlo a la manera pitagórica: primero hay que medir los deseos y luego pesar las opiniones antes de ponerse a ello.

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