Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Nacional-liberalismo

Sostiene el politólogo francés Jean-François Bayart que asistimos en todas partes al triunfo de lo que él llama «nacional-liberalismo». No es éste otra cosa, como se ha visto por ejemplo una vez más en las presidenciales francesas, que «nacionalismo para los pobres y liberalismo para los ricos», pues ambos se complementan. El triunfador de esas elecciones, el ultraliberal Emmanuel Macron, a quien Bayart califica irónicamente de «Uber» de la política no ha dudado en rendir homenaje a Juana de Arco, igual que su rival nacionalista, Marine Le Pen.

A los pobres «se les echa como pienso» el nacionalismo identitario mientras los ricos disfrutan de todos los beneficios del liberalismo económico y financiero. Desde los años ochenta, señala Bayart en declaraciones al periodista Maxime Combes con motivo de la publicación de su último libro L´Impasse national-libérale, Globalisation et repli identitaire, «se ha despolitizado el debate en torno a un consenso blando sobre la necesidad de reforma de la economía».

Y se ha asistido al mismo tiempo en todas partes a un «repliegue identitario» basado en «la invención de la tradición», que ha derivado en «odios que se alimentan mutuamente». La llamada globalización descansa, según el politólogo, en la disyunción entre un mercado de bienes y capitales globalizado y un mercado laboral, por el contrario, compartimentado. Cuando los países se rompen y sus sucesores se convierten al capitalismo, como ha sucedido con la URSS o Yugoslavia, el Estado no se disuelve automáticamente en el mercado, argumenta Bayart.

Más bien «conserva sus prerrogativas coercitivas bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo». Y mientras se liberalizan los mercados financieros al tiempo que se incrementa la represión estatal. Como se liberaliza también en todas partes el mercado laboral con el argumento de que la desigualdad, aunque suponga injusticia, es buena para la economía.

Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, en Alemania, ese país que Macron ve como modelo, donde a raíz de las reformas sociales de la llamada Agenda 2010 y con el pretexto de luchar contra el paro aumentaron los empleos precarios, mal pagados y sin garantías en caso de despido.

Como señala el sociólogo alemán Oliver Nachtwey, muchos dirigentes empresariales sostienen hoy abiertamente que los trabajadores temporales son imprescindibles para aumentar la competencia y la productividad pues así se saca a los fijos de su zona de confort.

?La política, hoy más necesaria que nunca. Aunque, resignados, muchos ciudadanos terminan volviéndole la espalda, nunca ha sido tan necesaria como hoy la política: es decir, la posibilidad de ofrecer alternativas al orden establecido. Si nos fijamos en lo ocurrido en Estados Unidos con la elección de Donald Trump, en Gran Bretaña con el brexit y ahora en las elecciones francesas, veremos que hay una sensación de pérdida de control, de impotencia entre los ciudadanos.

Se vio ya con el rescate bancario, que representó «la total bancarrota» de la política y la conversión de la pérdida de control en una especie de «doctrina de Estado». La apertura de fronteras, la globalización, los flujos migratorios han creado una sensación creciente de inseguridad ya no sólo en las clases trabajadoras, sino también cada vez más entre las clases medias. La pérdida de control genera desorientación y sobre todo incertidumbre sobre el futuro: ya nada está garantizado, ni siquiera la recompensa que antes coronaba el esfuerzo individual.

La digitalización supone una amenaza creciente para muchas profesiones, a lo que se suman las externalizaciones de empresas siempre en busca de mayores beneficios para los accionistas sin que parezcan importarles la suerte de los trabajadores.

El llamado «ascensor social» ha dejado de funcionar, y ya nada garantiza a los padres que sus hijos, por mucho que se esfuercen, vayan a poder vivir mejor que o al menos como ellos. Consecuencia de todo es una sensación de inseguridad que constituye un peligroso caldo de cultivo para los demagogos sin escrúpulos.

Tratan éstos de dirigir la frustración acumulada por los ciudadanos hacia fáciles chivos expiatorios como son los inmigrantes, a los que se acusa de «abusar» de un Estado de bienestar que no han contribuido a financiar. La derecha ultranacionalista busca canalizar eses sentimiento y unificarlo tras la idea de una falsa «comunidad nacional», lo cual supone la existencia de unos rasgos étnico-culturales supuestamente homogéneos e inalterados a lo largo de los siglos.

Es lo que hace, por ejemplo, en Francia la líder del Frente Nacional, Marine Le Pen, al apelar a una mítica «Francia eterna». O lo que ocurre en la Hungría de Viktor Orbán. Esa derecha nacionalista lleva a cabo una guerra cultural contra la autonomía del individuo, cuando es hoy más urgente que nunca fortalecer derechos individuales junto a los sociales.

El orden social existente es incapaz ya de integrar: divide a los ciudadanos, dedicados como están a la más descarnada competencia para sobrevivir, lo que abre cada vez más resquicios por los que se cuelan las fuerzas antidemocráticas.

Compartir el artículo

stats