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¡Arde Barcelona!

De un tiempo a esta parte, los anaqueles de las librerías se han llenado de libros sobre la historia de España y Cataluña. Gabriel Tortella, Álvarez Junco o Joseph Pérez entre otros muchos, incluyendo conocidos franquistas como Luis Suárez, han escrito textos recientes sobre la cuestión catalana. En buena parte responden a una oleada anterior de historiadores catalanes, con Josep Fontana al frente, que han venido presentando el problema del encaje catalán como una simple y constante opresión castellana desde los tiempos de la primera reina Isabel.

No puede haber narraciones más divergentes que las de los historiadores de uno y otro lado de la frontera del Ebro. Así que ya me dirán, si los profesionales del relato histórico lo cuentan en función de sus preferencias ideológicas o terrenales cómo vamos a discernir los comunes civiles quién lleva la razón. Obviamente, lo más sensato es diluir ese concepto de razón y entender el curso de los acontecimientos como lo que ha sido, una pugna de intereses contrapuestos donde todos sus protagonistas han actuado con indignidad en más o menos ocasiones. Tal que ahora mismo.

Deviene bastante estéril dedicarse al empleo del raciocinio para explicar la desafección catalana de España y resultan del todo deprimentes los argumentos de muchos tertulianos madrileñistas, incluso de políticos a los que se les presume personas de aquilatado criterio, que tratan de construir relatos aparentemente lógicos donde a duras penas los hay. Claro está que, cuando se enchufa TV3 o se oye la RAC del mismo modo produce vértigo escuchar tantos y tan desnortados juicios sobre España. La situación es del todo grotesca, como la anécdota que pude vivir con un conocido intelectual catalán, fino estudioso y divulgador, quien me espetó no hará mucho que lo que más le fastidiaba del país, español, era que en el Museo del Prado pusieran las cartelas únicamente en castellano. No di crédito a tan peregrino aserto.

Este es un conflicto, pues, donde impera la sinrazón por más que escuchemos cientos de ellas y cada uno de nosotros se haya acomodado a las suyas. Es lo corriente cuando tratamos cuestiones como el nacionalismo, cuya pulsión es básicamente emocional, pues se trata de un sentimiento de pertenencia comunitario cuyas raíces no son otras que la reacción del romanticismo de matriz germánica frente a la Ilustración y sus monarquismos despóticos.

La historia de los siglos XIX y XX, y a lo que se ve la del XXI, está marcada por la poderosa presencia del nacionalismo, cuyo torrente ha liquidado los llamados Estados plurinacionles tras varias guerras devastadoras y la aplicación de la doctrina norteamericana del presidente Wilson: a cada nación, un Estado. El gesto de la otra noche en el Liceo cuando la burguesía catalana, emulando el coro verdiano de los esclavos hebreos, entonó el Cant dels segadors no pudo ser más revelador de la índole sentimental, romántica, del movimiento nacional catalán.

Así que no es nada fácil ponerse a construir un Estado donde quepan diversas naciones, entendiendo por nación una comunidad natural que se autoconsidera como tal, lo que podría ser el caso de Cataluña. Pero no ocurre solo en España como muchos quieren considerar. Las tensiones territoriales abundan en todos los continentes, diríamos que son generales incluso, y casi siempre tienen que ver con luchas por la hegemonía o por la desafección de la zona más próspera respecto de las más deficitarias.

Más todavía cuando en España, tras los pactos de la Transición, la clase política que terminó resultando beneficiada con el poder entendió que ese estado de cosas era poco menos que para siempre, inmutable. Caímos en un espacio político que evolucionaba poco y analizaba mal los descosidos de sus costuras. Antes bien, la arquitectura de la democracia española ha estado llena de goteras, como el sistema de financiación autonómica, todo un cachondeo con amplias zonas opacas y una discrecionalidad política muy perversa, aumentada por la contingencia que ha supuesto el papel de bisagra en Madrid por parte de los nacionalistas catalanes y vascos. Por no hablar del inservible Senado o del papelón del Constitucional como tercera cámara del país al servicio del mandamás coyuntural.

Que al hilo de las peripecias financieras de la familia Pujol, la podredumbre de todos los partidos políticos -los españoles y los catalanes- y el colapso económico provocado por la crisis internacional, los sensatos y menestrales catalanes se hayan echado al monte era previsible. Lo han venido haciendo varias veces a lo largo de la historia, tienen como héroes a sediciosos como Pau Claris, Casanova, Prat de la Riva, Macià o Companys€ y España hace tiempo que dejó de operar discurso alguno en sus latitudes del noreste fronterizo. En Madrid van a la suya, a sus cambalaches de interminables vernisages y cenáculos: la escopeta nacional.

Pero bueno, ¿y qué puede pasar? Uno no es augur pero presumo dos posibles escenarios: o una independencia muy traumática, y no me refiero a muertes y violencias sin cuento, sino al postoperatorio de una dificilísima operación de separación de dos siameses, lo menos parecido a esa estúpida ensoñación junqueriana de la desconexión en un día y ya está, tan panchos. O la negociación con las últimas facciones sensatas del PdCat y los restos del partido de Durán i Lleida para un nuevo pacto que se sustancie con un buen paquete de inversiones y privilegios para Cataluña. Cualquier otra osadía confederal o de joseantoniano destino en lo universal estará fuera de lugar.

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