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Julio Monreal

La brecha crece cada día

Ni Rajoy ni Puigdemont ceden en este duelo en el que se mezclan ley, derecho, sentimientos y caudales. El Govern no quiere elecciones. El Gobierno, sí. En seis meses. Como si los independentistas fueran a dejar de serlo porque Caixabank se mude a València. Es sólo una patada a seguir. No hay cortejo.

Ni uno solo de los movimientos que los gobiernos de España y de Cataluña han dado en los últimos tiempos han servido para aliviar la presión y establecer unas bases para el diálogo que contribuyan a resolver el conflicto. Que no se vea equidistancia en la frase. No la hay. La ley es la ley y está para cumplirla, pero en contra de lo que tienen por regla de oro los abogados, en el mundo hay muchas cosas que no están recogidas en los autos. Y a ese mundo pertenecen también millones de ciudadanos que asisten perplejos al fuego cruzado entre dos bandos que parecen haber enloquecido.

El Gobierno de Mariano Rajoy ha decidido activar el mecanismo institucional previsto en el artículo 155 de la Constitución que permite al Ejecutivo español tomar las riendas de la administración autonómica porque los responsables de esta han abandonado la senda de la Carta Magna camino de la independencia. Lo que no recoge dicho artículo es que se pueda destituir en sus funciones y cargos al presidente Puigdemont y a todos sus consellers en una especie de inhabilitación extrajudicial y sustituirlos por los ministros. Cada posición sólida de la Moncloa en esta crisis ha sido desmontada en cuestión de horas por errores y excesos, ya fueran propios o ajenos, como la utilización de la fuerza el día del falso referéndum, el encarcelamiento de los Jordis y , ayer, por la petición al Senado de una carta blanca que de hecho constituye la suspensión real de la autonomía y deja en jaque al Estado tal como se configuró en 1978. Para rematar la faena, sólo falta que Madrid coloque al frente de la TV3 a Francisco Marhuenda o a Carlos Dávila.

Es evidente que los independentistas no lo ponen fácil. Juegan sus bazas, explotan sus fotos y videos y aprovechan los errores del contrario. Saben lo que quieren y lo sienten cerca. Y ya no desean elecciones. Dentro de su discurso, el pueblo catalán ya ha votado, y volver a las urnas es un paso atrás cuando se ve el cielo tan próximo Sólo quieren diálogo para negociar las condiciones de la salida. Tuvieron un momento de duda, de zozobra, cuanto las empresas empezaron a salir de Cataluña, pero el ingreso en prisión de los presidentes de las entidades cívicas que impulsan la independencia les devolvió la fe y la unidad, convertida ya en inquebrantable con la suspensión de la autonomía solicitada ayer por el Gobierno al Senado.

El Ejecutivo español, y también el PSOE y Ciudadanos, sí quieren elecciones en Cataluña. El PP y el partido de Albert Rivera compiten en firmeza contra los secesionistas y han logrado que Pedro Sánchez les acompañe. El líder socialista que regresó a su cargo en Ferraz batiendo a quienes defendieron la abstención ante Rajoy hoy se erige en el principal apoyo de éste. Del «no es no» al «sí es sí». Y eso le pasará factura tanto en Cataluña como en otras comunidades.

Elecciones autonómicas en un máximo de seis meses, posiblemente en enero. ¿Y luego qué? Los independentistas no van a desaparecer ni se van a convertir al constitucionalismo porque CaixaBank se haya trasladado a València o Aguas de Barcelona haya registrado su sede en Madrid. Si ahora son el 70 % del Parlament en enero serán el 80 % o más.

Las urnas son un sendero hacia la normalidad legal y democrática, pero a la vez son una patada a seguir, un volcán que volverá a entrar en erupción en la misma noche electoral, si esta llega. No hay oferta, no hay propuesta convincente o atractiva. Nadie se ha ocupado de formularla, y la reforma de la Constitución no basta para este cortejo. Se ha abierto una brecha y cada día que pasa se hace más grande. La culpa es de muchos: de Duran i Lleida, que disparaba afiladas flechas contra las «cigarras» andaluzas, extremeñas o manchegas desde su suite del Hotel Palace de Madrid, donde vivió las dos décadas que estuvo en el Congreso subrayando la laboriosidad de las «hormigas» catalanas; de Felipe González y de Aznar, siempre necesitados de votos que cambiaron por presupuestos; de Pujol, de Artur Mas, de Rajoy, que no midió los efectos de su recurso al Constitucional contra la reforma del Estatut... Y como escribía el profesor Joan Romero en estas páginas, de un muro de incompresión histórica entre las dos riberas del Ebro que nadie se ha propuesto salvar de verdad.

Ahora se abre la hoja de daños. Más manifestaciones y huelgas, más fugas de empresas e inestabilidad económica y política, más tensión social... En Cataluña, en España y en la Comunitat Valenciana. Podemos, y también Podem, no reconocen ni apoyan la aplicación del artículo 155. El único senador de Compromís, Carles Mulet, votará en contra de la petición del Gobierno, y esa tensión se dejará notar en el Pacte del Botànic que lidera Ximo Puig, socialista del partido que apoya al Gobierno de Rajoy en esta ruta. Quedan menos de dos años para las elecciones autonómicas y en algún momento han de empezar a desmarcarse entre sí quienes pelearán por los mismos nichos de votos. Y el modelo de estado es un campo tan bueno como cualquier otro para dirimir ese torneo.

La Armada debe trasladar su sede a la Marina Real de València

La visita del portaaviones Juan Carlos I de la Armada Española al puerto de València durante el puente del 12 de Octubre ha puesto de manifiesto que cuando hay algo que ver o que hacer en el recinto los ciudadanos acuden en masa. Miles de personas hicieron cola para acceder a los autobuses habilitados para llegar al muelle donde el barco estaba atracado y muchos miles más intentaron sin éxito alcanzar la zona de cruceros a pie, en coche o en bicicleta para conocer de cerca el buque. Fue una estampa que no se veía desde los días de gloria de la Copa del América de vela. Pero escenas como esas recuerdan con claridad que el puerto continúa siendo una zona de acceso restringido, nada del barrio permeable y amable tantas veces prometido; y también que en la rebautizada Marina (ya no Real) de València no hay prácticamente nada que ver ni que hacer pese a los más de 500 millones gastados por las Administraciones para convertir las inmediaciones de la dársena interior en un espacio público atractivo y transitable. No hay locomotora que tire con energía del interés de los ciudadanos, con lo que habrá que pedir a la Armada que traslade su sede y sus barcos a València o que, al menos, preste uno cada semana para disfrute del personal.

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