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Ya pueden quejarse

Intento que mis difuntos sigan muy vivos. No les sirvo panellets, filetes de ternera o macedonia de frutas, pero hablo con ellos, les pido consejo y les mando recuerdos míos y de conocidos comunes. No puedo hacer otra cosa, la comunicación entre las dos orillas tiene un servicio pésimo. En estos días de difuntos me acuerdo de aquella familia de gitanos que sufrieron un accidente en la recta de Sollana -el mismo lugar en el que halló la muerte Amado Granell, el liberador de París-, un accidente en el que perdieron a uno de sus miembros. Todos los años, los parientes se sentaba en corro bajo el nicho de su difunto y comían, bebían y encendían velitas. Supongo que también rezaban. O no. El gitano y el combatiente descansan en el cementerio de Sueca.

Por estos días les llevo flores a mis muertos, no importa que sea festivo o de labor o el día que manda el almanaque que, como el horario, que pierde y gana horas, o sea que padece bulimia, está sometido al mal gobierno ¡Muera el mal gobierno y viva yo y conmigo todas las criaturas! Esas flores son, lo sé, un acto de protesta, pero hay problemas que han llegado a ser tan grandes que lo más probable es que se resuelvan solos. Apenas quedan poderes al margen de las finanzas, ni ciclo vital que no regule el comercio. Cuando atravesé Estados Unidos en los dos sentidos, vi que las tiendas anunciaban las ofertas de Navidad a finales de noviembre. «Ya es primavera en el Corte Inglés», no es un lema publicitario, es un pensamiento tan denso como los mejores de Nietzsche.

Comprendo que sea difícil celebrar a los difuntos mientras los almendros florecen contra natura, pero el caso es que Halloween es una de las pocas fiestas populares -o sea, de verdad- que uno puede vivir en EE UU. El desfile de Halloween en Nueva York es tremendo y este año se ha celebrado pese al uzbeco del coche de choque. Al trasplantarse aquí, Halloween se vuelve tan banal como irresistible, a los niños les encanta disfrazarse y da igual que la incitación proceda de la familia, el maestro o el centro comercial. Éxito asegurado, ya pueden quejarse los obispos.

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