Volvió a mi vida hace dos semanas, me había despedido de ella, con pena en el verano de 2016 y la llevaba esperando desde entonces. Estoy a punto de acabarla pero me resisto. Lo mío con «Strangers Things» es un ejercicio de contención. Una marcha atrás para evitar ese anglicismo llegado a nuestra cotidianidad tocada por todo aquello que suene a milenio; ¿para que decir maratón seriéfila si se puede decir «bing watching» que mola más?
Patadas al diccionario a parte, cuando empecé con la segunda temporada de la serie de los hermanos Duffer, pensé en dos alternativas de consumo: El atracón, descartado, o saborear cada episodio cual manjar «streaming», vaya se me ha colado otra palabra millennial, y otra más€
Mi edad temprana transcurrió en los ochenta y esa, es la única respuesta para todos aquellos de generaciones arriba o abajo, que puedan pensar que el producto estrella de Netflix está sobrevalorado.
La serie está hecha para nosotros, al igual que otros tantos productos que hemos devorado desde que la independencia económica llegó a nuestras vidas. Los que estamos en la treintena somos carne de nostalgia, de un marketing implacable, directo a nuestro corazón ochentero. Para ellos, los que crean o venden es fácil, juegan con nuestros recuerdos y nos ganan.
Así es «Strangers», hipnótica, empezando por los chavales tan Spielberg a ritmo de sintetizador, hasta la protagonista madura del elenco. Winona, ahora madre de Will, antes niña con Tim Burton y después novia de Ethan Hawke, «it girl» de nuestra adolescencia noventera. Sus muecas sufridoras de aquí me hacen olvidar de una vez por todas, la amistad con lo ajeno que acostumbraba por las calles de Rodeo Drive.
El resto es explosión de todo aquello que nos emocionó: «Goonies», Elliot, «Gremlins», «Bicivoladores», «Alien», «Dragones y mazmorras», «Cazafantasmas» y otros tantos referentes ya clásicos de la cultura moderna. La cosas raras son todo lo que un día soñamos ser, todo el color que reside en nuestras pequeñas mentes, esas que todavía hoy sienten en VHS€
