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De cupos y quejas

La política trabaja con distintos principios operativos. El que se conoce como principio de subsidiariedad reclama la mayor cercanía posible a la hora de gestionar las necesidades del ciudadano; es decir, que lo que dependa de la familia no recaiga en la Administración, lo que pueda asumir el municipio no pase a la comunidad autónoma y lo que pueda hacer ésta no se derive al Estado central. Este principio chocaría con el concepto jacobino de las elites ilustradas, las cuales sospechan que las unidades de poder cuanto más pequeñas, más corruptibles son. Piensen en el caso de la planificación urbanística transferida a los ayuntamientos o en la corrupción de baja intensidad consistente en urdir redes clientelares.

Por su misma cercanía, la subsidiariedad se desvía hacia una concepción de la política mucho más vinculada al corto plazo y esa ausencia de instituciones capaces de pensar a largo plazo termina derivando en alguna variante del populismo. Ya madame de Staël observaba en sus Consideraciones sobre la Revolución Francesa que el ideal democrático consiste en poner límites a cualquier tipo de poder absoluto, ya sea la Corona, la aristocracia, la burguesía o el pueblo. Esta regla nos debe servir para contextualizar mejor una determinada estructura administrativa: los equilibrios son fundamentales, al igual que el reparto de la soberanía entre las distintas instituciones. A ello se han dedicado la mayoría de constituciones europeas desde 1945. La española también.

Frente al modelo jacobino, el principio de subsidiariedad exige del ciudadano un plus de responsabilidad. Ya no es desde arriba -donde abundan las élites teóricamente bien formadas- que se gobierna, sino que la toma de decisiones empieza desde abajo. El despliegue del poder local y autonómico en nuestro país a lo largo de estas últimas décadas ha servido para reconocer la importancia de la cultura en cada uno de nuestros municipios. Así, se comprueba que determinadas administraciones han sido más comedidas fiscalmente que otras o que la planificación urbanística no es idéntica en cada consistorio.

Estas semanas hemos asistido a un importante debate sobre la conveniencia del cupo vasco que en el fondo nos remite a la cuestión de la subsidiariedad. Más allá de las acusaciones acerca de la sobrefinanciación de las comunidades forales, lo interesante del cupo es detectar dónde sitúa los incentivos para el ciudadano que paga sus impuestos directamente a la Hacienda foral y que, como contrapartida, no tiene acceso a la caja común o al Fondo de Liquidez Autonómica. Lógicamente, recaudar impuestos es impopular y hacerlo de modo exigente, aún más. Pero, al mismo tiempo, los vascos son conscientes de que la calidad de sus políticas públicas depende en primer lugar tanto de los tributos que se pagan como de la lucha contra el fraude fiscal. Al final, la lógica que subyace al cupo consiste en tratar de forma adulta a los contribuyentes y reconocerles su capacidad de control y de gestión. Y, del mismo modo que la generosidad del Estado del Bienestar puede crear incentivos perversos en determinados caos, también resulta preferible que las autonomías no sean subsidiadas indefinidamente sin que se examine de forma periódica la calidad de las políticas desarrolladas.

Lo perverso del sistema de financiación autonómica que rige en España no es exactamente el cupo, sino la falta de transparencia del modelo y el déficit de responsabilidad por parte de muchas comunidades, que siguen acudiendo al endeudamiento para invertir en el bienestar de hoy en lugar de poner los cimientos de un futuro mejor. Las continuas quejas, que abonan el malestar de la sociedad, forman parte de este mal ya endémico en nuestro país. Y que ha de ser resuelto con mecanismos más claros, que refuercen la responsabilidad de cada administración.

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