Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Exilios dorados

José Carlos Llop

Josep Pla es una de las bestias negras de la cultura nacionalista catalana y por efecto rebote, de la cultura catalanista más radical de otras zonas del país. A veces pienso que no lo han leído, siendo como es Pla el autor catalán más leído, el único cuya obra ha traspasado fronteras interiores -que son sólo culturales- y exteriores (aunque éstas no muchas). De Josep Pla se ha dicho que trabajó durante la guerra para el franquismo, que fue espía de Franco. Esto es curioso porque durante la guerra, el franquismo como tal aún no existía y en cuanto a ser un espía, para quien sí trabajó Pla fue para Cambó y como espía fue un hombre de Cambó, que apoyaba la insurrección militar del 36. A Pla lo querían matar -los militantes de la FAI armados por Companys- y el dinero de Cambó le solucionó la huida y el exilio. Tanto en Marsella con su amante Adi Enberg -que había sido pareja del pintor mallorquín Fuster Valiente- como en otros lugares de la costa francesa. Pero el llamado espionaje de Pla -apuntar los barcos republicanos atracados en el puerto y los buques extranjeros sospechosos de cargar armamento con destino a la República- fue un modo de contribuir a la involución de un sistema que le habría supuesto la muerte por asesinato y de agradecer a Cambó los servicios prestados.

Los servicios de Cambó a la cultura catalana fueron muchos -desde la Fundació Bernat Metge, donde se pudo leer a los clásicos griegos y latinos en catalán, a su apoyo a la pintura más tradicional de la época (del modernismo al noucentisme)-, pero además de ayudar a Pla en los difíciles momentos de la Guerra Civil, también ayudó a otros escritores. A Josep Maria de Sagarra le pilló el estallido de la guerra de viaje de novios en Asia -regalado, por cierto, por Cambó- y es el mismo Cambó quien le empuja a no regresar y le costea los gastos. De ahí saldría La ruta blava, un estupendo libro de viajes por los Mares del Sur que nada tiene que envidiar a los de los viajeros anglosajones contemporáneos. Por no hablar de la protección que Cambó proporcionó a Joan Estelrich -felanitxer rescatado en los 80 por Andreu Manresa y otro maldito de la cultura catalana, pese a ser una de las almas (y su director) de la Bernat Metge-. Estelrich dirigió desde París -otro exilio dorado- la propaganda, bastante lujosa, por cierto, en favor de los sublevados y en contra de la República, que pagaban Cambó y el dinero de la burguesía catalana, espantada desde el comienzo de la guerra.

Pues bien: la palabra traidor es lo más flojo que se les ha dedicado a todos ellos y eso se ha incrementado en la relectura de los últimos tiempos, más tensos. No sabemos lo que hubiera sido la cultura catalana del siglo XX sin ellos -o sí, mucho más pobre hubiera sido- pero en fin, esto es lo que tenemos: leña al mono, que no es de los nuestros. Y aparecen términos nuevos como unionista o constitucionalista para señalar, diferenciar y lo que haga falta, si hace. Me gustaría saber qué dirían ahora Pla, Sagarra y Estelrich, pero no practico el espiritismo. Siempre pensé que cuando murieran los últimos protagonistas de la Guerra Civil -aquellos que la hicieron y vivieron la brutalidad de su generación y por eso callaban- se perdería la noción de lo que es una guerra y se difuminaría en nuestro país la idea de dictadura, revolución, democracia o libertad. Quien no conoció el franquismo -éste ya sí plenamente en forma- no puede gritar libertad ahora. Y si lo conoció y lo grita es que padece una leve o grave distorsión mental en el área de receptividad e interpretación de los hechos. Asunto este que puede resultar peligroso para sí y los que le rodean, si le da por la política; o beneficioso si le da por el arte.

Yo no sé qué ha hecho el señor Puigdemont por el arte y la cultura catalanes y más bien creo que no ha hecho nada (aparte de escribir en el aire, con palabras y hechos, una voluminosa antología del disparate). Lo que sí se sabe es que ha sido uno de los que ha contribuido a la convulsión y el intento de poner la democracia de nuestro país patas arriba. Eso no lo hicieron ni Pla, ni Estelrich, ni Sagarra nunca. No al menos en tiempos de paz y libertad como los que ha vivido el joven Puigdemont -que tenía doce años cuando murió Franco-. Ahora llama exilio a lo que es huida de la justicia, pero en fin, todos tenemos de nosotros mismos una imagen algo mejor de lo que somos en realidad. Y al verlo pasear por Bélgica o decir tonterías en los distintos telediarios flamencos, pienso que una temporada en Bruselas es un castigo. Menudo aburrimiento. ¿Qué hace cuando nadie le filma o entrevista? A mí me gustan los mejillones al vapor; sigo disfrutando con las aventuras de Tintín; he leído a Simenon; los anticuarios de Bruselas son, todavía, un lugar donde comprar a precios decentes; y la pintura simbolista belga -como algunos de sus poetas- está muy bien, pero pasadas unas semanas en Bruselas -donde en diciembre sólo tienen cinco horas diarias de luz solar, ya no digo de sol porque apenas lo ven-, no sabría qué hacer ni con mi cuerpo, ni con mi alma, más allá de ingresar en una orden contemplativa y encerrarme en un monasterio.

No caerá esa breva con Puigdemont, cuyo autodenominado exilio es un castigo que él ha decidido infligirse a sí mismo. Habría que tomar nota porque vayan ustedes a saber los castigos que podría llegar a infligir a los catalanes de saberse presidente indiscutido e indiscutible. Mientras tanto se trata con la extrema derecha belga, pasea sin rumbo por las tediosas calles de Bruselas y se pone la bufanda del Girona FC para ver un partido en un pub. Lo que hace un hombre de Estado. Y van y lo votan. Habrá que buscar la solución a este enigma entre las páginas de Josep Pla.

Compartir el artículo

stats