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Del fuego y la furia al té para dos

La cumbre entre los presidentes de EE UU y Corea del Norte será, de celebrarse, la centelleante guinda del pastel sorpresa que empezó a amasar Kim Jong-un con sus conciliadoras palabras de Año Nuevo. Un discurso que en su día no fue tomado en serio, pues llegaba tras meses de hieles en los que Donald Trump calentaba el patio trasero de China con sonoras amenazas de fuego y furia a las que Kim respondía con ensayos de bombas y misiles. Sin embargo, la iniciativa conciliadora desembocó en la participación norcoreana en los Juegos de Invierno y, el pasado martes, en Pyongyang, en la reunión de Kim con una delegación surcoreana a la que ofreció renunciar al arma atómica a cambio de garantías para su dictadura familiar de tercera generación. Kim también pidió a los surcoreanos que transmitiesen a Trump su voluntad de celebrar una cumbre bilateral.

No es, ni mucho menos, la primera vez que un líder norcoreano propone a un presidente de EE UU sentarse a conversar. Sin embargo, sí carece de precedentes que el inquilino de la Casa Blanca acepte ese té para dos. Los antecesores de Trump -tanto Clinton como Obama y, por supuesto, Bush junior- negaron siempre a Kim Jong-il, el padre del "amado líder" actual, el reconocimiento que conlleva una cumbre. ¿Qué ha cambiado entonces?

En primer lugar, la Casa Blanca. Trump, poco amante de matices, ha decidido cumplir su promesa de ejercer la diplomacia a su modo, de frente, y dejar a un lado los simbolismos. Por supuesto, son legión los analistas estremecidos ante una cita que ven precipitada por no ir precedida, en contra de lo habitual, de un serio trabajo preparatorio. La administración Trump está, además, corta de expertos en Corea. Como ejemplo, el encargado de las relaciones con Pyongyang se jubiló meses atrás y aún no ha sido reemplazado.

También ha cambiado Corea del Sur. Desde 2008, dos presidencias conservadoras arruinaron los restos del entendimiento entre Pyongyang, Seúl y los EE UU de Clinton que habían sobrevivido a la tormentosa era Bush. Pero desde hace un año, el liberal Moon Jae-in ha abierto una senda de deshielo que conducirá a la cumbre intercoreana de abril, aperitivo de la cita con Trump.

Los observadores no se ponen de acuerdo en lo que puede haber movido a Kim a ofrecer la renuncia nuclear a cambio del respeto a su régimen. Para unos, es el éxito de las sanciones, que han asfixiado al país. No sólo son las mayores que ha sufrido Corea sino que, y esto las vuelve más efectivas, están respaldadas por China, que no aplaude la imprevisible autonomía de Kim. En otras palabras, Pekín quiere que Corea le sirva para inquietar a Occidente y a sus aliados orientales pero no desea sentir la inquietud en propia piel.

Otros analistas, más escépticos, sostienen que Kim sólo busca ganar tiempo. Tras más de 90 ensayos de misiles y bombas desde su llegada al poder en 2011, su programa nuclear habría alcanzado en noviembre un punto -supuesta bomba H, misiles capaces de alcanzar a EE UU- que ya le permitiría trabajar en la sombra mientras se relajan las sanciones.

El escepticismo está encabezado por un Japón que, a la vez que se remilitariza, exige mantener toda la presión sobre Corea hasta que su renuncia atómica sea completa, verificable e irreversible. Al fin y al cabo, Japón y el resto de los escépticos saben que, aunque las fanfarronadas dieran paso a las sonrisas y el díscolo Kim entrase en vereda, la batalla de Oriente acabará siendo inevitable. Y quiere librarla con el menor número de enemigos enfrente.

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