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Alfons García03

Compasión

No es importante, no debería serlo, pero ser reconocidos como tierra de acogida de los que no tienen nada ensancha el alma siempre acomplejada de los valencianos. Otra manera de refrescar una identidad difícil sin ser «antiotros», esa tentación mediocre que tanto nos tira.

De vez en cuando la vida toma contigo café, como dice Serrat, y a uno le parece que no es un alienado más en este mundo de inagotables seres que se gastan en vano, como dice Manuel Vilas. De vez en cuando uno llega a creerse que el mundo hasta vale la pena y que no todo está perdido. Es la sensación que ha recorrido estas tierras los últimos días, con miles de ciudadanos ofreciendo ayuda a los olvidados de un barco oxidado y sin destino en el cansado Mediterráneo. No está mal un poco de autoestima y de orgullo como pueblo de vez en cuando. Ya nos hacía falta.

El presidente de la Generalitat, Ximo Puig, está empeñado en situar a València como una capital económica del Mediterráneo, más después de la oportunidad que ha regalado Cataluña con su abandono sine die de la partida (Puig dijo el otro día en Madrid que la valenciana es la comunidad que más inversiones atrae entre todas las autonomías), y va y un golpe de solidaridad nos sitúa más en el mapa geopolítico europeo que unos cuantos traslados de impolutas sedes bancarias.

El jueves pasado había en el Palau de la Generalitat periodistas italianos y británicos para seguir los avances de la operación de rescate del Aquarius, cosa que, no hace falta decir, es rara, rara por estos lares. No es importante, no debería serlo, pero ser reconocidos como tierra de acogida de los que no tienen nada ensancha el alma siempre acomplejada de los valencianos. Otra manera de refrescar una identidad difícil sin ser antiotros (anticatalanes o antiespañoles), esa tentación propia de mediocres que tanto nos tira como pueblo.

Veremos lo que pasa los días después, los realmente importantes: si hay deportaciones, fugas de centros o dolorosas escenas de hacinamiento, situaciones que nos recuerdan que los europeos ejercemos con una normalidad de escándalo un clasismo de territorio que no aguanta un mínimo ejercicio de autoconciencia. Pero al menos esta bofetada de solidaridad y compasión (un concepto a reivindicar: padecer junto con otro, identificarte con sus males) nos enseña que no llevamos impreso de forma imborrable en nuestro código genético el espíritu plutocrático y neoliberal que se ha impuesto en los estados de Occidente desde los años setenta del siglo pasado. Un capitalismo que se aleja cada día más de la redistribución de la riqueza y acentúa sin pudor la concentración de bienes. Un capitalismo que utiliza unas democracias de hermosa fachada tras las que ir recortando derechos y facultades a aquello que una vez fue la clase media y a aquello que un día llamamos sociedad del bienestar. Lo expone con precisión de cirujano Noam Chomsky en su último ensayo (Réquiem por el sueño americano, Sexto Piso) y al combate de ese estado de las cosas dedicó también su conferencia en la Universitat de València el filósofo Ignacio Sánchez-Cuenca (sabiamente reseñada por Toni Mollà en La Vanguardia hce unos días).

Posiblemente esta ola de compasión sea un espejismo, una ilusión óptica que se desvanezca con la misma rapidez con que se ha generado, porque en este mundo de la inmediatez casi la única opción es mirar cada día a un sitio para no ver nada en realidad. Pero quizá, como el día que levantamos la vista y descubrimos las gárgolas del edificio ante el que hemos pasado cada día durante meses y años, quizá, decía, estas últimas horas hemos comprobado que no hemos renunciado para siempre, que la esperanza es más resistente de lo que muchos creen (creemos). Que de vez en cuando la vida te besa en la boca y te demuestra que estás vivo, con música de Serrat. Algo así, quiero creer, nos está pasando.

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