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Rajoy ha sabido irse

Durante años, se edificó una leyenda -basada en datos reales- sobre la mítica resistencia, la perdurabilidad, de Mariano Rajoy. Era un político resiliente, lo cual quiere decir que sabía cómo aguantar todo tipo de contratiempos y desafíos, siempre por la vía de mantenerse en su sitio, imperturbable, y dejar que el tiempo solucionase los problemas.

Así labró su carrera Rajoy a lo largo de más de treinta años. Sin postularse para ningún puesto, Rajoy simplemente estaba ahí para ocuparlos. Cuando alcanzó los más altos cargos a los que podía aspirar (presidente del PP, primero; del Gobierno, después), simplemente fue cuestión de aguantar y desdeñar a todos los que intentaban moverle del sillón, dentro y fuera de su partido. Desdeñar, particularmente, el griterío de los medios de comunicación, a los que nunca hizo demasiado caso (salvo a los medios deportivos, como el propio Rajoy no dejaba de recordarnos ocasionalmente, con socarronería).

Con esa forma de actuar, con su prolongada resistencia pasiva (pero eficaz), la leyenda de Rajoy nos llevó a la teoría y práctica del rajoyismo, eso es: los demás pasan, pero Rajoy permanece. Los demás se queman, Rajoy siempre está ahí.

Hasta que llegó la moción de censura. Una moción que Rajoy no acertó a ver ni analizar claramente, y ante la cual no supo cómo reaccionar; se quedó paralizado. Es decir: como siempre. Esperó a que pasase el vendaval. Pero esta vez el vendaval se lo llevó a él por delante.

Sin duda alguna, este abrupto final habrá afectado profundamente a Rajoy. A nadie le gusta abandonar un sitio de mala manera, expulsado por la puerta de atrás. Quizás nunca sabremos cuáles eran los planes de sucesión de Rajoy; pero sí sabemos que hace bien poco afirmó que intentaría agotar la legislatura y que luego se volvería a presentar. Es decir: rajoyismo en estado puro. Permanecer y permanecer, legislatura tras legislatura, con Alberto Núñez Feijóo de presidente eterno de Galicia, Soraya Sáenz de Santamaría como vicepresidenta para todo, y Dolores de Cospedal siempre en el partido; todo igual.

La cosa podría haber durado veinte años, pero acabó antes de lo previsto por Rajoy. Y aquí hemos tenido la oportunidad de ver qué decidía hacer el expresidente con lo único que le quedaba por decidir: cómo organizar su salida de la política. Y Rajoy ha optado por hacer algo que le distinga de todos sus predecesores, y muy particularmente de José María Aznar: irse por completo. Del Congreso de los Diputados, de la presidencia del PP, e incluso de la condición de expresidente. Otros (Aznar, Felipe González) no han sabido o querido hacerlo, y ahí siguen, quince o veinte años después de salir la Moncloa, dando lecciones por doquier.

Sólo José Luis Rodríguez Zapatero tuvo una salida del Gobierno casi tan limpia como la de Rajoy: el expresidente socialista no ha ocupado ningún sillón de ningún consejo de Administración. Ha ocupado un puesto en el Consejo de Estado y su participación en la vida pública es mucho menos estridente que la de sus antecesores. Pero ni siquiera Zapatero ha hecho lo que Rajoy: reincorporarse a su puesto de trabajo (registrador de la propiedad en Santa Pola), aunque llevase treinta años sin ejercer. Es una demostración, como el propio Rajoy ha dicho, de que la vida sigue (de que su tiempo se ha acabado), y hay que asumirlo.

Una lección para el futuro sobre cómo gestionar la pérdida del poder y la sucesión interna que es también un largamente esperado desquite de Rajoy frente a quien le nombró en su día sucesor: Aznar, que estuvo en la Presidencia del Gobierno ocho años y probablemente se arrepintió de dejarlo el mismo día en que lo dejaba (o antes).

Creo que Aznar fue el peor de nuestros presidentes del Gobierno, aunque soy consciente de que esta es una opinión discutible. Lo que no me parece discutible es que Aznar está siendo el peor de nuestros expresidentes. Rajoy no fue el mejor de los presidentes que hemos tenido; pero quizás sí sea el mejor expresidente del Gobierno de todos los que nos han tocado en suerte.

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