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Alfons García03

De reyes y banderas

Semana de reyes. Y no magos. Empezó con el cuñado Urdangarin entrando en la cárcel de mujeres de Brieva siguiendo los pasos de otro pícaro ilustre, Luis Roldán, y acabó con el padre emérito bendiciendo la nueva mansión en el campo de uno de los prohombres del empresariado valenciano, Vicente Boluda. Una estampa que refleja esa pulsión tan española entre un país que ansía la modernidad y otro que recuerda al del marqués de Leguineche y el fabricante Canivell (¡qué grande Saza!) de La escopeta nacional.

Más allá de las escenas de color local, lo más significativo ha sido el episodio del medio, la visita de los reyes en activo a Estados Unidos. Un viaje de riesgo. No por los caimanes de Nueva Orleans, sino por el actual ocupante de la Casa Blanca, que tiene más peligro que el Katrina. Los monarcas españoles han tenido la mala suerte de que la estancia ha coincidido con uno de los capítulos más repugnantes de la gestión de Donald Trump, la separación de los padres y el encierro entre rejas de los niños que cruzan la frontera del sur en busca del sueño americano. Ni los reyes ni el ministro de Exteriores, Josep Borrell, han hecho mención alguna en público a este fenómeno, mientras Trump aprovechaba la misma semana para firmar la salida de Estados Unidos del Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Ni por esas. Ni una crítica pública de los invitados españoles. Díganme radical o que hubiera sido una descortesía diplomática, pero hay decisiones y silencios que pasan a la Historia. Es cierto que Trump es el presidente democrático de los Estados Unidos y que merece un respeto por ello. Pero hasta cierto punto. Si no, a lo mejor un día los libros de Historia acabarán recordando el silencio de Occidente ante las felonías de un errático presidente, como recuerdan los silencios en los años 30 del siglo pasado ante las primeras agresiones de Hitler contra el pueblo judío. Lo recordaba el actor Juan Diego Botto esta semana. Al final, más allá de la cortesía diplomática y el respeto debido a un mandatario democrático parece que se acaba imponiendo el pragmatismo de unos viajes que son más bien misión comercial y de apoyo a las empresas españolas. Es importante, claro, pero los negocios no lo son todo. No pueden ser argumento para el silencio ante el oprobio.

A pesar de los Trump, los Salvini o los Orban, que no son pocos, dice Stephen Pinker que el mundo está en general mucho mejor que hace unas décadas, hay menos pobreza y menos brecha entre el norte y el sur. Nuevo Optimismo se llama esta escuela de pensamiento que a Unamuno le hubiera producido un sarpullido de por vida. Con Zapatero, que en sus conferencias maneja un discurso similar basado en bonitos indicadores macroeconómicos, lo llamábamos buenismo.

En la política española parece ya un concepto en desuso. En el tablero valenciano podría aplicarse a aquellos que subrayan que la sociedad valenciana está más unida que nunca en defensa de sus reivindicaciones. ¿De qué vale? El Gobierno nuevo y lustroso de Pedro Sánchez acaba de dar largas al asunto central de la agenda valenciana, la financiación autonómica, aunque promete mejoras transitorias, y la Comisión Europea, por acuerdo con el anterior Ejecutivo popular de Mariano Rajoy, ha vuelto a marginar al puerto de València del tejido de las grandes conexiones ferroviarias de mercancías. Eso dicen la autoridad portuaria y la patronal, porque al PP le parece una milonga en la que no hay nada nuevo ni motivos para tanto escándalo. Unidos o peleados, en fin, la sensación es de dejà vu, de inacabable guerra sin cuartel para ser tenidos en cuenta. Miserias de una eterna periferia que nos retrotraen a la España de Berlanga y el marqués de Leguineche.

Con este panorama, tiene pinta de que el factor clave político de los próximos meses va a ser la disputa por la bandera de los intereses valencianos en Madrid. En especial, en la izquierda, porque PP y Ciudadanos son víctimas de otra fuerza centrípeta para ganar la carrera de la españolidad. ¡Qué tiempos los de aquel tinte valencianista de Camps! Parece hoy tapado por la mancha de la corrupción. No obstante, el blaverismo necesita poco abono para que germine rápido en el huerto del PP.

En la izquierda, Compromís no tiene enlaces orgánicos con sedes centrales en Madrid y lleva el valencianismo como primera seña de identidad, así que debería ser el más beneficiado de cualquier relato reivindicativo ante el Gobierno central. Pero Puig parece decidido a no repetir los errores de Lerma (el gobierno de coalición ayuda a ello) y a plantarse ante Madrid y Bruselas. Cuenta con factores biográficos a su favor: no le frenan aspiraciones de un sillón en la capital y se cree el discurso del autogobierno. La carrera ha empezado. Que el victimismo no ciegue a nadie.

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