Aunque los premios Turia se entregan todos los años, eso no quiere decir que todas las galas se parezcan. En la última, en el Rialto, con un público recogido y un escenario que compartían presentadores, premiados y músicos, como en un concurrido palomar donde los revoloteos de unos no molestan ni impiden otros vuelos, fraguó la verdad de la emoción. Cierto que el poeta es un fingidor (y el cómico mucho más), pero a veces se simula el dolor (o el goce) que de verdad siente, como decía Fernando Pessoa. O la distancia que va de lo actuado a lo sobreactuado.
La mamá de Gustavo Salmerón, por ejemplo ( Muchos hijos, un mono y un castillo), tiene mucho peligro con un micro en la mano y la evocación de un beso adolescente y de un mono impúdico, más el numerito del tenedor extensible, puede convertir una estampa real, sin abusar, en el mejor momento del casi olvidado, y sin embargo memorable, Jardiel Poncela. Otro tanto con las actrices más jóvenes que exhibieron su sincera fijación filial con el director que las ha lanzado a la fama (o a alguno de sus sucedáneas, el más arduo de todos el trabajo de verdad). My heart belongs to daddy, cantaba Marilyn Monroe.
No es fácil explicar por qué el público se puso en pie para aplaudir a un semiólogo, a un profesor como Romà Gubern, pero el caso es que sucedió. Lo mismo que la valiente denuncia de Alfons Cervera o la elasticidad de Xavi Castillo para reorientar sus crueles caricaturas también hacia los nuestros ¿Quiénes son los nuestros? Ni idea. Los Turia son la embocadura del verano cultural cuando el maletero del coche lleno a rebosar se remata con el transportín del gato y se divisan los griegos del teatro romano de Sagunt y las dunas mauritanas de sus playas. El tiempo del verano, como imagina Susana Fortes en su hermosa evocación ( Summertime) comprende, como los anillos de un árbol, todos los años contenidos en el radio de una vida, de modo que en esa máquina de teleportación inmediata que es el estío, «se inventa el pasado y se recuerda el futuro».
