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Ay, Paquita

Llevaba tanto tiempo esperándola que acaba de llegar y ya la echo de menos. La segunda temporada de «Paquita Salas» me ha resultado corta porque realmente lo es, cinco capítulos de poco más de 20 minutos que saben a poco y que a la vez son mucho. Las series, los espacios de la tele, son como la cocina, cuestan mucho de hacer, se consumen muy rápido y contienen algunos ingredientes que resultan adictivos. Paquita tiene muchos aditivos que sacian, pero siempre me quedo con ganas de más, por eso sabiendo que las cosas buenas vienen en dosis pequeñas, he evitado la maratón de episodios y he consumido el éxito «streaming» televisivo en cinco días. Ahora las desventuras de la mujer de los 90 que intenta sobrevivir en el siglo XXI ya son grato recuerdo, por sus geniales momentos cómicos y también por el aumento de las escenas dramáticas en esta tanda de episodios. «Paquita Salas» nos hace reír y llorar cuando el mundo que le rodea le da la espalda. No encuentro mejor retrato del cruel mundo del show business patrio que el que refleja la serie de Netflix: Caras que fueron aclamadas a las cuales el tiempo ha enterrado y que luchan por sobrevivir en un negocio que acostumbra demasiado a castigar con el olvido. Muchas de las estrellas que perdieron brillo me llegan al alma porque fueron lo más en los 90, la década en la que crecí. Tal vez por eso me emociono al ver a la Miriam Díaz Aroca de hoy protagonizando una escena caracterizada con las mallas, patines y gorra con lentejuelas que me hipnotizaban en el «Cajón Desastre» que entretenía las mañanas del sábado de mi infancia; o ver a Ana Obregón cual diva trasnochada mostrando arruga, por el suelo, a ritmo de «Flying Free» de Pont Aeri, riéndose de sí misma, sin complejos y con verdad, porque ahí está el secreto del éxito de la batuta genial de los Javis, verdadera y nueva generación de nuestro audiovisual.

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